La pátina del tiempo: Lo que construimos hoy es la memoria de mañana
COMPARTIR
“La arquitectura es el arte inevitable del que no podemos escapar”
Leland M. Roth.
Una cicatriz es un vestigio en la piel o un remanente que permanece después de una herida, el diccionario etimológico explica que además, vulgarmente se le conoce como un zurcido. Son huellas que inevitablemente nos recuerdan algo que sucedió en el pasado, el diccionario agrega que, en el sentido moral, en ocasiones se le relaciona a una experiencia y sus secuelas. Estos zurcidos que la naturaleza, en su afán de regenerarse conforma en la piel, son símbolos de una memoria, nos recuerdan un suceso y nos dejan una enseñanza. La vida transcurre inevitablemente, tanto en el cuerpo como en las ciudades y sus edificaciones, dejando a su paso esta pátina del tiempo gastado; ya José Emilio Pacheco construía esta relación en su poema México: vista aérea; “Desde el avión ¿qué observas? / Solo costras / pesadas cicatrices / de un desastre”. Porque una cicatriz es una inflexión, una marca, un hito, la resignificación de un suceso y el testimonio del paso del tiempo, de la historia y su apropiación.
Entonces la ciudad, que se construye en tiempo y en espacio y que está a su vez constituida por la arquitectura, se yergue y atestigua los sucesos, la historia, el drama, la violencia, la tranquilidad o la felicidad en sus calles, en sus espacios públicos y entre sus muros, lleva en sí misma estas huellas y cicatrices que transmiten las memorias de otro tiempo, tal como dice también Pacheco: “Y los zaguanes huelen a humedad. / Puertas desvencijadas / miran al patio en ruinas. Los muros / relatan sus historias indescifrables.” Porque en las oquedades que se infringen en la casa para apropiársela, en la lama que escurre de los pretiles ocasionada por la humedad, en la flora “nociva” que crece entre los recovecos de las baldosas, en esos símbolos encontramos el paso del tiempo, la historia, la marca, la cicatriz, las memorias; estas historias indescifrables de las que habla Pacheco, porque al ser privadas, al pertenecer a una comunidad específica, le pertenecen solo a ellas, y sólo ellas son capaces de descifrarlas. En este sentido, Roth afirma: “Si queremos conservar nuestra identidad, debemos tener la precaución de no eliminar la cáscara de nuestro pasado”.
Así como el autor menciona que la arquitectura es arte ineludible, la historia que se entreteje con el paso del tiempo es también inapelable, los edificios, la traza urbana, la construcción de las ciudades, su crecimiento, su desarrollo, son también este epitelio que envuelve y protege, que da cobijo, que recibe los embates de lo externo, pero también de lo interno, la ciudad, el barrio, sus muros, sus calles, sus espacios públicos, la arquitectura hegemónica pero también la arquitectura menor, como la llama Choay, son los componentes que se llenan de cicatrices, de signos, de memorias, de identidades.
Los edificios que se construyen hoy, son el patrimonio de las generaciones del mañana, la arquitectura que se edificó al germinar una ciudad y la construcción de una comunidad, es nuestro patrimonio hoy, está en nosotros aprender de ese zurcido que deja la historia plasmada en nuestra arquitectura, asumir los “daños”, evitando así segar nuestras memorias, adaptarlas a nuestro presente para que sean también testigos, huellas de una identidad que nos es propia, porque la arquitectura, en palabras de Roth, es la crónica tangible de las acciones y de los anhelos humanos, el deseo de permanencia que se convierte en nuestro patrimonio cultural o como agrega Ruskin cuando considera que “la arquitectura era un artefacto cultural sumamente informativo”. Y entonces, que estas huellas del desastre de las que habla Pacheco sean un recordatorio, un documento tridimensional, una señal; que sean una catapulta para asumir y transformar nuestra realidad.
Encuesta Vanguardia
https://vanguardia.com.mx/binrepository/1200x1395/0c297/1200d801/none/11604/DKYF/cicatriz_1-7995726_20240115015622.jpg
$urlImage