El Funkontador de clóset
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Hoy era el gran día. Pasé los últimos dos años ahorrando para este momento. Incluso me limitaba a comprar solo un Funko a la quincena, cosa que me parecía muy difícil al principio. Desde que conocí los Funkos gracias a las figuras de terror que coleccionaba, compré hasta cuatro cada dos semanas.
Fui a mi armario, moví algunos de mis preciados muñecos y encontré esa pequeña caja, donde había varios fajos de billetes. Conté el dinero detenidamente para asegurarme del monto para la operación y el alivio recorrió mi cuerpo al comprobar que era la cantidad exacta.
Revisé mi teléfono para confirmar la hora de la cita y efectivamente aún tenía horas libres. Seguí navegando en mi celular y encontré el grupo de la familia. Me confundió el último mensaje que decía:
—La misa ya terminó. Los esperamos en el salón a mediodía.
— ¿Misa? ¿Salón? ¡El bautizo!
Me había olvidado por completo. Me apresuré a tomar una ducha, planché el primer cambio de ropa formal que tenía a mi alcance y en veinte minutos estuve listo. Iba a salir de casa cuando me di cuenta de que no llevaba regalo. Repasé con la mirada el comedor, luego la sala y mi cuarto por si veía algo que pudiera regalarle a un niño de tres años; pero solo veía Funkos a mi alrededor. ¡Exacto, Funkos! No existe mejor obsequio que uno de ellos. Todos los aman, son las creaciones más hermosas.
Tardé un rato decidiendo de cuál me iba a desprender para dárselo al festejado y, aunque fue una decisión muy problemática, opté por uno de la colección de Marvel que tenía repetido.
Las siguientes horas se resumieron en ver niños corriendo por todas partes y padres emborrachándose en el patio del salón. Fue una tarde aburrida hasta que abrieron los regalos. Definitivamente el mío fue el mejor, aunque la gente lo menospreciaba con la etiqueta de “muñequito”. No me molesté porque en realidad estaba muy ansioso. Quedaba una hora para la cita. Era el día más importante y feliz de mi vida. Mientras esperaba impaciente me acerqué a platicar con una prima discreta, a quien le confesé hace tiempo y en exclusiva mi futura metamorfosis.
—Hoy es el día, ¿cierto? —Me preguntó después de saludarme.
—Sí, estoy muy emocionado.
—Entonces, sí lo harás —afirmó—. ¿Estás seguro de querer esa transformación? No creo que sea una buena idea.
— ¿Por qué no? Es lo que he anhelado por años y sé que es la única manera de gustarme.
—Tal vez así lo crees porque te gustan esas cosas. ¡Pero tú eres una persona, no un muñeco! Y no deberías querer ser uno. Además, ¿qué va a decir la gente? Eres un joven de 27 años que es contador en una empresa muy importante... ¡Se van a burlar de ti!
—La gente me va a adorar en el trabajo. Por años he sido un Funko de clóset y ahora seré un Funko real. ¡Seré Lic. Funkontador, la edición favorita de todos los Godínez! Además, querer ser un muñeco de colección no es algo malo.
— ¿Te estas escuchando? ¡Estás loco! —Dijo todavía preocupada—. Mira, haz lo que quieras. Sólo piénsalo bien, esto puede arruinar tu vida.
Vi cómo se marchaba la prima, mientras repasaba nuestra conversación. ¿Por qué la gente ve mal que desee modificar mi físico? ¿Por qué no entienden que eso me hará feliz? No estoy loco por querer ser algo que amo; pero ¿por qué la gente cree que sí lo estoy? Los Funkos son hermosos y yo también quiero serlo. Si los griegos tienen su modelo de belleza definido por los cuerpos atléticos porque es el ideal clásico; si el pintor Fernando Botero pinta a todos de forma obesa y desproporcionada porque para él lo estético está en el volumen, en lo monumental; y si para Disney sus princesas son la versión femenina por excelencia, ¿por qué para mí un Funko no podría ser el más alto estándar de belleza? Por eso decidí que yo seré mi escultura griega, mi Botero, mi princesa de Disney, el primer Funko real. No debo hacerle caso a las personas que no entienden la perfección del Funko. Sé que no me quieren ver feliz.
Me fui del evento a la clínica. Entré a la habitación indicada, después a la sala de preoperatorio y luego al quirófano. Pronto la anestesia hizo su efecto. Cuando salí envuelto en vendas y gasas, pasé algunas semanas recuperándome de la cirugía. Finalmente, lo conseguí. Era un Funko.
Aunque en un inicio me costaba salir a la calle por las miradas que transmitían miedo y repugnancia, mis vecinos y compañeros de oficina comenzaron a cambiar su perspectiva conmigo y esas miradas desaparecieron. Todo se había transformado para mejor. ¡Incluso obtuve un nuevo empleo, más competitivo en sueldo y prestaciones, lejos del escritorio!
Ahora trabajaba en un circo. La gente paga para verme y es mejor de lo que imaginaba. Tal vez era aburrido estar sentado sin moverme en un horario fijo, pero al final de cuentas eso era lo que me hacía feliz y en esencia lo que hace un Funko. Está encima de una repisa para ser admirado por todos, igual que yo.
Lamentablemente, la vida no era color de rosa. Poco a poco la gente dejó de asombrarse al verme. Esto último representaba poco público y bajas entradas, lo que era pésimo para el negocio de la carpa. Las personas se habían acostumbrado a mí. Ya no era interesante, raro o curioso para la sociedad y un día simplemente me reemplazaron por otro ser extraño. Se habían conseguido un conejo de tres orejas y cinco patas. En cuestión de días, ya no fui el centro de atención.
Sin reflectores para cegarme, por primera vez pude observar a mi alrededor. Había una serie de vitrinas con atracciones de todo tipo, animales deformes, personas afectadas de nacimiento e incluso criaturas con exceso de prótesis. Productos que sirvan de consumo por novedad y también como deshechos al menor descuido. Tal vez era mi destino ser un muñeco que fuera admirado por su singularidad para convertirse pronto en uno más del montón. En esencia eso significaba ser un Funko, pieza que forma parte de una colección y cuya belleza radica en ser uno con todo, aunque eso lo obligara a anularse a sí mismo, a no ser único y ser ignorado en su caja hasta el olvido.
INGRID ALEJANDRA RANGEL GUTIÉRREZ (Monclova, 2005). Estudiante de sexto semestre del CBTA No. 22 en la carrera de Técnico en Ofimática. Desde pequeña se dio cuenta de su gusto por la lectura. A pesar de conocer el taller desde años atrás, fue en la clase de literatura donde escribió “El Funkontador de clóset” y decidió a asistir al taller “Ficciones desde el desierto”. También ella se estrena como autora en la Tamalera No. VI.
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