Un cura enamorado (II)
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En las viejas comedias españolas era frecuente que los actores dijeran:
-¡Ahora caigo!
O:
-¡Ahora lo comprendo todo!
Yo pronuncié ambas frases cuando leí la autobiografía del padre Ángel María Garibay Kintana. Kintana dije, no Quintana, pues don Ángel María era de origen vasco por parte de su madre, e insistía en escribir su apellido materno a lo vascuence.
El padre Garibay admiraba mucho a Acuña. No me explicaba yo su admiración, pues el poeta de Saltillo profesó ideas materialistas. Además su vida fue muy desordenada: tuvo amores mostrencos; fue padre de un hijo nacido fuera de matrimonio...
¿Por qué, entonces, el padre Garibay, sacerdote, admiraba tanto a aquel librepensador de vida arrebatada, a aquel suicida que salió del mundo mediante el drástico expediente del suicidio? Me lo expliqué, dije, al leer su autobiografía.
El padre Garibay, a pesar de sus estudios clásicos, era un romántico. “¿Quién que es no es romántico?” preguntaba Darío. De las memorias del sacerdote se desprende que se prendó de una chicuela, y le escribió versos encendidos que quizá ella nunca conoció. Era esa aviesa musa una muchachilla pueblerina, sin luz en el caletre; pero el severo sacerdote, el erudito, el políglota, el teólogo y filósofo, sintió por ella un impetuoso amor. Jamás se lo manifestó. La chiquilla, al fin mujer, se daba cuenta del sentimiento que había despertado en el señor cura, y con felina sapiencia femenina lo atraía, coqueta, sólo para rechazarlo después, fría. Finalmente, la frívola damisela causó indecible sufrimiento su imposible enamorado cuando escapó del pueblo con un mozalbete tan vano como ella.
Jamás faltó a sus votos el padre Garibay, pero aquel amor no cumplido quedó en él como un recuerdo al mismo tiempo amargo y dulce. Por eso pudo entender las doloridas endechas del “Nocturno”, escritas para Rosario por el bardo saltillense en el umbral de su temprana muerte. Por eso no lo condenó como suicida, antes bien lo celebró como poeta.
Cuando supe que el padre Garibay había estado enamorado de una mujer entendí su gusto por la poesía de Acuña, tan apasionada. Entonces fue cuando dije:
-Ahora caigo.
Y también:
-Ahora lo comprendo todo.
Y es que comprender significa lo mismo que abarcar. Cuando comprendemos a alguien es como si lo abrazáramos, como si lo incluyéramos en nuestro ser. Decir: “Te comprendo” es lo mismo que decir: “Te abarco, te abrazo, te incluyo en mí”.
Yo comprendo al padre Garibay. Fue muy sabio; dominó el griego y el latín, lenguas llamadas “muertas”, pero que tienen más vida que todas. Tradujo del árabe y el hebreo. Conoció el náhuatl como nadie, y trajo del pasado las voces de nuestros poetas prehispánicos. La mayor sabiduría que tuvo, sin embargo, fue la de aquel amor. Por ese rasgo humano lo comprendo. Por eso lo abarco en un abrazo póstumo. Ojalá cuando me llegue el tiempo y se conozcan mis humanas fallas alguien me comprenda a mí. Agradeceré su comprensión y sentiré su abrazo aunque no viva ya.