María Romana
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María Romana Herrera, Romanita, fue una de mis dos maestras de francés en el Ateneo Fuente. La otra fue la señora Lila Mazatán de Gallegos. Ambas usaban el mismo texto, el Perrier, un libro empastado en cartoné de color rojo que a más de páginas blancas tenía hojas azules con la conjugación de los verbos irregulares más usados. Traía esa obra fábulas morales y enseñanzas de cosas de la naturaleza. Estaba a medio camino entre el positivismo de ayer y la religión de antier.
Ahora bien: ¿por qué en el Ateneo estudiábamos francés, y no inglés? La explicación es muy sencilla: en aquellos años el bachillerato era especializado, y los alumnos que íbamos a estudiar Derecho debíamos tomar clases de esa lengua porque la mayor parte de los textos jurídicos provenían de Francia.
Romanita Herrera era joven y hermosa. También era muy tímida, casi tanto como nosotros, sus alumnos, que estábamos secretamente enamorados de ella. Apenas era un poco mayor que nosotros, pero nos hablaba de usted; nos decía “señor González”, “señor Fuentes”, “señorita Farías”, y así... Ya he contado que para pronunciar la ü francesa adelantaba los labios como en un beso. Todos los días un estudiante le preguntaba:
-Maestra: ¿podría repetirme por favor cómo se pronuncia la ü francesa?
Ella no percibía el truco, y volvía a adelantar los labios para decir la dicha letra, y todos la besábamos en nuestra fantasía.
Romanita fue hija del pintor Rubén Herrera y de su esposa doña Dora Scaccioni. De ellos heredó el talento pictórico. He visto algunos cuadros suyos de muy buena factura. Circunstancias de la vida la llevaron de Saltillo a la Ciudad de México, y ya no volvió a Saltillo. Único familiar cercano suyo, después de la muerte de sus padres, fue su hermano, el licenciado Mario Herrera, hombre de excepcionales cualidades humanas, gran crítico de arte, amoroso conservador de la obra de su padre. Fue él quien cuidó a Romanita durante la prolongada enfermedad que la aquejó y que al final se la llevó a la tumba.
El paso de Romanita Herrera por nuestra vida fue fugaz, y sin embargo, dejó en nosotros un recuerdo de los que llaman imborrables. Su figura se me presenta como una amable sombra, como una gentil aparición que de pronto llegó y se fue de pronto. Hay poesía en la memoria de aquel hermoso rostro, y en el eco de aquella tenue voz. Sombra entre sombras, la evocación de María Romana Herrera es testimonio de almas que fueron y ahora ya no son.
Aquel Saltillo de Romanita y nuestro es como ella, también un recuerdo desvaído. Otra, muy otra era aquella ciudad adormecida de mediados del pasado siglo. También nuestra ciudad era gentil, también amable. Igual daba los labios en un soñado beso. Sin darme cuenta pasé de la edad de las perdiciones a la edad de las pérdidas. La de María Romana Herrera me duele todavía como un suave dolor de corazón.