Librería de viejo
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Librería de viejo
El polvo de la librería de viejo
anticipa mi polvo; es un atajo
el tiempo hacia la eternidad, debajo
de las nubes es imantado espejo
que las detiene. Deletreo perplejo
un libro mío: diez años de trabajo
son disperso cascote, son cascajo
contra el húmedo muro. No me alejo,
me interno entre las ruinas; la memoria
es la sombra de un dolmen en la arena
del olvido; descifro el ideograma
y en la pared leo otra trayectoria:
la cuarteadura, el musgo. No me apena
mi libro: el tiempo sigue su programa.
Vidriera
Tránsito y silogismo es la cantina,
la máquina del devenir que altera
imágenes absortas en su esfera:
la luz más descarnada la ilumina.
El cantinero póstumo alucina
en la barra; pacientemente espera:
un siglo antes de que yo me fuera
un trago me sirvió que no termina.
La realidad, fruto del pensamiento,
asoma a la vidriera; cobra bulto
como sueño, recuerdo, fantasía.
El tiempo es un cadáver insepulto,
todo espacio agotó en su movimiento
y se ha vuelto una eternidad vacía.
El dios abandona a Antonio
Al que ha dejado de beber, la muerte
le es indiferente; sin Dionisios,
de puntillas sobre los precipicios
pasa; su alma es sólo un gas inerte.
No hay un sueño final que lo despierte,
agota el tiempo en sueños subrepticios;
lo real se desmorona en intersticios,
el vacío lo abandona así a su suerte.
Mata al tiempo y el tiempo mata a Antonio:
monstruo unánime, ocupa todo espacio
manifestándose en cien mil criaturas.
Rinde por su agonía testimonio;
menesteres del ocio en el topacio
graba de su ataúd en las alturas.