La hacienda de San Pedro
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En San Pedro de Zuazua, localidad cercana a Monterrey, hay una que fue hacienda.
La hacienda mexicana fue una creación del liberalismo: si los liberales no hubieran dejado hacer, dejado pasar, habría sido imposible la creación de esos grandes latifundios que luego la Revolución se encargó de destruir.
Aunque me tachen de conservador yo me quito el sombrero ante las haciendas porfirianas. Las he visitado -sus restos, quiero decir- lo mismo en Yucatán que en Tamaulipas; igual en Durango que en Puebla, Querétaro o Tlaxcala. El rancho mismo donde vivo (vivo no en el sentido de morar: vivo en el sentido de vivir), Potrero de Ábrego, fue una hacienda cuya casa grande, la casa morada, es ahora nuestra casa.
Existe una leyenda negra de la hacienda según la cual su riqueza fue fruto de la explotación del hombre por el hombre. (¿Acaso hay de otra?). Los hacendados son descritos como hombres llenos de maldad que trataban a sus peones lo mismo que a esclavos: les daban latigazos los lunes, miércoles y viernes, y les vendían piloncillo del más malo, y piezas de manta de lo peor, a un precio que se necesitaban diez generaciones para pagar. Tenían igualmente esos siniestros hacendados el derecho de pernada, por el cual cortaban en flor la virginidad de las muchachas y, supongo que también en algunos casos de los muchachos, pues de todo hay en la hacienda del Señor.
No dudo que en algunos casos esa fea descripción sea cierta, y que se hubiera podido escribir una novela como “La cabaña del tío Tom” acerca del peón de hacienda mexicana, así como Harriet Beecher Stowe la escribió acerca de los esclavos negros en las plantaciones de tabaco o algodón del sur americano. Sin embargo, por lo que sé y he leído, el caso del hacendado malo era la excepción. La regla era más bien la del patriarca benévolo, riguroso nada más cuando el rigor venía al caso; una especie de papá grande que cuidaba de sus peones como de hijos, siquiera fuese porque obtenía provecho de su bienestar. Desde ese punto de vista el cine mexicano es más veraz que la historia oficialista: el tipo de hacendado que aparece en las películas de Jorge Negrete o Tito Guízar -poderoso pero paternal; rico pero generoso- debe haber sido el caso más común.
Una cosa podemos decir sin riesgo de equivocación: la hacienda fue más productiva que el ejido que la sustituyó. La Revolución no se hizo por hambre de pan, sino de libertad. No son palabras mías: son de Madero, al mismo tiempo hacendado y revolucionario.
Pues bien: aquella hacienda que antes dije, la de San Pedro de Zuazua, fue restaurada con belleza y propiedad por la Universidad Autónoma de Nuevo León, cuyos ingenieros y arquitectos le devolvieron su esplendor antiguo. Lo mismo se ha hecho en haciendas de Yucatán, de Chiapas, de Oaxaca, de Veracruz, de Querétaro, Tlaxcala, Durango y otros estados más. Emprendedores empresarios las han adquirido; las han remozado y las han convertido en “hoteles boutique” donde es un gusto estar. En Oaxaca mis anfitriones me han hospedado en una antigua hacienda, “Los laureles”, que es un gozo para todos los sentidos. Cuando contemplo el campo mexicano de hoy y pienso en lo fueron esas haciendas en sus tiempos, me invade, como a López Velarde, “una íntima tristeza reaccionaria”.