Hotel de las Letras
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Decía uno de mis escritores favoritos, Vladimir Nabokov, “no hay deleite sin detalles”. Le creo. Detenerse en la vida, obras, mínimas (o máximas) hazañas y pasajes funestos de cualquier ser humano, tal vez no causa deleite, pero sí los detalles nos hacen transitar del morbo al azoro no pocas veces. No la meta, sino el tránsito y pasaje de vida. No la meta es el destino, sino el camino y andanzas es lo disfrutable. Y pasadas las elecciones –una tanda más en Coahuila y México, donde habrá en poco tiempo otras; siempre habrá en el calendario elecciones y “democracia”, esa engañifa a la cual el socarrón de Jorge Luis Borges llamaba “el abuso de la estadística”– me fui a recorrer mundo. El mundo entendido en un viaje de una semana a Guanajuato en este pasado mes de julio.
Estuve en un lugar de Guanajuato –no de La Mancha, tierra de adopción en América para don Miguel de Cervantes– entregado a la lectura, a la bebida y a la vagancia con el fin de desintoxicarme de tanta ingrata política de vecindario de Coahuila. Entro en los detalles, como dijo Nabokov. Me guarecí en una posada del dolor, la cual por el nombre elegí: “Hotel de las Letras”. Hotel singular. A usted le asignan habitación, una recámara casi monástica, como la pintada por Vincent Van Gogh en Arles, con el mobiliario justo y detallado, y al hacerlo, en la puerta de entrada es cuando le cuelgan un letrero con su letra. Es decir, usted elige su habitación y no hay números, usted elige letra. Puede ser la inicial de su nombre o apellido. Sí, el “Hotel de las Letras”.
Aquí estuve por una semana. Al fondo de la posada había un comedor para los huéspedes: cuatro mesas con sus sillas a punto del quiebre, pero siempre con un florero con margaritas y geranios frescos. Entre ollas, el fuego por siempre encendido y los cuchillos de cocina y bastimentos, una señora de mediana edad nos atendía con gentileza y propiedad. Café caliente, la generosa botella de ron siempre dispuesta y el filete a las brazas eran pan cotidiano para la comida vespertina. En la noche, huevos bañados con frijoles, salsas variadas, tostadas, queso fresco a un lado y pan dulce. Sin faltar la botella de ron, la cual jamás observé vacía. Multiplicación divina del vino y los panes pensé, Dios no deja a sus hijos los jodidos. Ya luego supe de esto: todos los huéspedes al ver menguar el vital líquido en el pomo, prestos, se iban rolando la adquisición de la nueva botella. A mí me tocó ya de salida, en el penúltimo día de mi instancia. Era siempre Ron Castillo. Opté por llevar una española, “Brigadier”. Algo así como el whisky de los pobres. Imagino sí gustó. En día y medio, su reserva era sombra, polvo, humo. Un chorrillo último se adivinaba antes de ser respuesta.
ESQUINA-BAJAN
Lo vi desde el primer día. Un hombre viejo, instalado en el invierno de su vida. Pantalones deslavados. Camisas a juego con sus chalecos abrigadores y por siempre un blazer de cachemir a cuadros en gris oxford, el cual era un resabio inglés, una sombra de mejores tiempos acaso. Cargaba un maletín de piel con su vida adentro: varios libros, los cuales lo vi sacar para hacer anotaciones, una libreta de piel también; lápices, estilográfica fuente, plumas y una fina navaja con la cual sacaba punta a sus colores de manera metódica, sin prisa y sin pausa. De cabello ensortijado y en franca rebeldía, instalado en el invierno de su vida y renaciendo de sus propias cenizas, diario devoraba páginas como las musas devoran hombres.
En el segundo día le saludé con un guiño de cabeza. Fumaba de una pipa añosa. Fumaba, es un decir, la mascaba. Me saludó y me hizo un gesto lento y tardío para sentarme en su mesa. Fui con él. Le dije mi nombre y le tendí la mano. Él me dio la suya, huesuda y con dos pulseras de plata en su diestra. Como un susurro, como el viento lento entre los farallones de una plaza de provincias, me espetó el suyo: “Soy Zeus Martín Sej”. ¿Set, como el hijo tardío de Adán y Eva? –le espeté y pregunté, al no escuchar bien el apellido de su voz apenas audible–. “No, es con jota, Sej”. Su voz era nasal, dicha como si estuviese en el fondo de una alcantarilla, en un pozo sin fondo o en un desierto como el de Coahuila, donde no escuchamos nuestra voz o palabras pronunciadas por falta de eco…
“¿Gusta un trago?”, me dijo mientras le decía con su mano afilada a la cocinera que acercara dos vasos con hielo. Nada de gaseosas. Sólo hielo y ron. En su mesa tenía dos libros a saber, uno de poemas de Alejandra Pizarnik y “La Cábala”. Al verme otearlos con la mirada, los acercó con su mano libre y espetó: “Lea la página 14, en voz alta por favor. El subrayado”. Leí: “Sefer Yetzirà: libro, creación. Sefar es cifra. La cifra, las letras de la creación, el alfabeto y libro de la creación de Dios”. Cerré el libro de tapas duras y se lo empujé a su mano y lugar. Repuso los dos tragos, lo apuró acodado en su lugar. Empacó sus cosas y lentamente, como se hace la luz dentro del ojo, se fue a la calle… ¿Quién era este viejo de edad indescifrable? Pero hoy, justo hoy al pergeñar estas líneas me doy cuenta y descubro algo de vértigo.
LETRAS MINÚSCULAS
Zeus Martín Sej es… el anagrama de mi nombre: Jesús Martínez. ¿Quién era ese viejo judío…? Continuará…