Combate a la corrupción, ¿logrará ser eficaz?
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El virtual Presidente electo, Andrés Manuel López Obrador ha dicho, desde su campaña, que uno de los ejes fundamentales de su gobierno será el combate intransigente a la corrupción. De hecho, el futuro mandatario ha vinculado la posibilidad de que muchas de sus propuestas de gobierno se concreten al hecho de que se gane la batalla contra dicho fenómeno.
Y en el propósito de que se combata eficazmente la corrupción, pero sobre todo la impunidad, López Obrador no está sólo, sino que le acompañan las voces y el anhelo de millones de mexicanos agraviados por el hecho de que el dinero público haya servido, históricamente, para construir fortunas privadas.
El problema, como en cualquier otro asunto sobre el que exista consenso, es el cómo, es decir, la fórmula para contener un fenómeno que no pocas voces califican como un problema de carácter cultural.
En los últimos días, el futuro titular del Ejecutivo Federal ha comenzado a ofrecer detalles de los mecanismos concretos que su gobierno se plantea, para cumplir con la promesa de acabar con la corrupción y “rescatar” miles de millones de pesos del presupuesto público.
Pero, contrario a su discurso de campaña, según el cual bastaría con el ejemplo personal que el Presidente dará, para que la corrupción sea erradicada del servicio público, el primer esbozo hecho público se articula alrededor de un eje fuertemente punitivo, algunos de cuyos elementos merecen revisión detallada, sobre todo para dejar claro cómo funcionarían en los hechos.
El que se considere, por ejemplo, delito grave el “tráfico de influencias” o la “corrupción” –a secas– y, como consecuencia de ello, quien sea acusado de tal hecho, no pueda enfrentar el eventual juicio en libertad, suena desproporcionado, sobre todo si se tiene en cuenta que el planteamiento, tal como fue realizado, implica colocar esta conducta en el mismo nivel que el fraude electoral o el robo de combustibles.
La corrupción en general y el tráfico de influencias, como una de sus manifestaciones, constituyen conductas indeseables, desde luego, y deben ser combatidas sin distingos. Lo que no suena tan válido es echar todas las conductas al mismo costal y decir que, de ahora en adelante, intentar colocar a un amigo o un familiar en la nómina pública será lo mismo que traficar con estupefacientes o asesinar a una persona.
Llama la atención, por otra parte, que en la propuesta inicial de la futura administración nada se diga respecto del Sistema Nacional Anticorrupción, un modelo en el cual se ha invertido muchísimo dinero hasta ahora y que, si bien no ha ofrecido los resultados esperados, no debería ser desechado sin más, antes de realizar un diagnóstico que nos diga si puede ser transformado, mejorado o fortalecido, de modo que el esfuerzo realizado hasta aquí no se tire a la basura.
El acuerdo, respecto a que la corrupción constituye un problema enorme, es general y todos celebraremos que el futuro gobierno diseñe y ponga en práctica una fórmula que sea exitosa y que logre resultados con rapidez. Pero el éxito de la misma no radicará sólo en su eficacia, sino en el hecho de que sus estrategias se ubiquen dentro de los límites democráticos, es decir, que no atropellen los derechos y libertades de las personas.