Chiflones
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Los saltillenses de ayer llamaban “Callejón de la Pulmonía” a la calleja que está en el costado norte de la Catedral. Igual le llaman muchos saltillenses de ahora, que no se acuerdan de usar el actual nombre de esa pequeña calle: Santos Rojo.
El Callejón de la Pulmonía se ganó esa denominación porque en él sopla siempre una corriente de aire –“chiflón”, decimos aquí- que traspasa las ropas, aunque sean las más gruesas del invierno, llega a las carnes y se mete hasta los huesos. “Aire por atrás, nomás el que sale es bueno”, decían nuestros ancestros para prevenir en contra de las corrientes de aire por la espalda. Las que soplan en el callejón de la Pulmonía, lleguen por atrás o por delante, son todas igualmente traicioneras.
Chiflón como ése nomás hay otro en la ciudad: el que se siente afuera del templo de San Juan, al dar la vuelta hacia Escobedo por Hidalgo. Pero ése es céfiro blando o aura sosegada si se le compara con el gélido viento que en esta temporada sopla día y noche en el famoso Callejón de la Pulmonía.
No es exageración decir que muchos saltillenses han hallado ahí el principio de su muerte, víctimas de tal aire homicida. Uno de esos infortunados fue don Gregorio Flores García, hermano del licenciado Jesús Flores García. Este último señor dejó imborrable memoria de sí, pues además de haber sido eminente pianista y maestro de mérito fue también integérrimo funcionario judicial.
A don Gregorio se le recuerda, a más de por sus muchas dotes personales, por su calidad de hábil esgrimista, es decir, de diestro espadachín. En aquellos tiempos en que la esgrima era deporte muy de moda, quizá como resto de los antiguos duelos a espada, el señor Flores García sobresalía en la defensa y el ataque; sabía todo lo que hay que saber en materia de posiciones, golpes, paradas y demás astucias en el juego del florete.
Era una gloria verlo combatir con otro gran esgrimidor, el profesor Adolfo Sánchez Ramos, a quien muchos que fueron sus alumnos recuerdan por su famoso mote de “El Mascafierros”. Los amistosos duelos que sostenían ambos eran épicas batallas en que los floretes silbaban como látigos. Se lanzaban los dos contendientes en pos del pecho del rival como veloces sierpes, y eran los floretes en sus manos igual que aves, que si se apretaban en el puño morían, y si se aflojaban demasiado escapaban.
Pues bien: cierta noche, después de sostener con su amigo Adolfo Sánchez una de aquellas fieras lides, don Gregorio Flores García se encaminó a su casa. Iba agitado y sudoroso por el ejercicio, y tuvo la desdichada ocurrencia de pasar por el Callejón de la Pulmonía. El viento aleve que ahí sopla siempre le clavó en el pecho una estocada contra la cual no tuvo defensa. Cayó en cama don Gregorio; se le declaró una pulmonía “cuata” fulminante, y en unos cuantos días se fue a la tumba.
Muchos otros como él deben también la muerte a ese artero callejón que pese a ser catedralicio no cumple el quinto mandamiento, el de no matar, y que no es callejón sin salida, pues por él muchos han salido a esa región que tan acá tenemos todos y que sin embargo conocemos como “el más allá”.
Siempre que pasemos por ese callejón debemos cubrirnos el seno, como antes nos decían nuestras mamás. Tal útil prevención debemos tomarla sobre todo en estos días, en que a veces sopla un cierzo helado capaz de mandarnos al otro mundo. Tan a gusto que estamos en éste, a pesar de todos los pesares, los que ya padecemos y los que se avecinan.