Paseo 2255: Pelear bailando
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Las tardeadas donde cholos y cholas se juegan el honor, y hasta la vida, a ritmo de colombiana
Saltillo, Coahuila. Esta noche he sentido, por primera vez, lo que es el pánico de saber que puede uno morirse aplastado contra la pared, como una calcomanía, por una aplanadora humana.
Ya van varias veces que la marabunta se deja venir con todo hacia las orillas de la bodega, improvisada como discoteca, y yo me hago bolita en algún rincón o de plano meto los codos para, ¿ingenuo instinto de conservación?, no perecer asfixiado.
Cada vez que esto pasa me entra en el cuerpo esa tensión, como punta de fileros que me pican por todas partes, y quiero gritar, más bien grito, me oigo gritar, como las cholas aquellas, de top y bluejeans apretados, cuando son arrastradas por la marejada de gente.
¡Chíngalo, chíngalo, chíngalo!, oigo que dice el pinchadiscos, desde los altoparlantes del salón a medio iluminar por las luces estrambóticas que cuelgan del techo y encandilan los sentidos.
Solo hasta entonces me entero de la batalla que se está librando aquí.
Es una bronca a puñetes, patadas y empellones entre dos de las bandas, ¿rivales a muerte?, más grandes y prendidas de Saltillo, Los Guerrilleros y Los Gavilanes de la colonia Tetillas.
Y yo estoy aquí, entre los vándalos, (como diría el periodista Bill Buford), del Paseo 2255, algo así como la reencarnación del Estudio 85, aquel famoso centro social de malandros y cumbia colombiana, que estremeció las calles del centro de la ciudad durante la década de los ochentas y noventas.
¡Chíngalo, chíngalo, chíngalo!, oigo que dice otra vez el disc jockey, y miro como en medio del salón se ha formado una valla de gente y en medio de la valla una gresca entre hombres de cabezas al rape, de espaldas, brazos y pechos desnudos y tatuados, que brillan de puro sudar y sudar.
Los reflejos de las luces de colores y las nubes azulosas de humo de cigarro, dan a la atmósfera un toque desquiciante. Y todo es desquiciante aquí.
La música colombiana, que no ha parado de sonar un solo segundo, es realmente aturdidora, como un terremoto que marea y sacude a cada tamborazo.
Aí viene de nuevo la bola y yo ya no hallo ni pa dónde hacerme ni pa dónde correr de los madrazos, hasta que por los altavoces vuelve a escucharse al dj diciendo que ¡yaaaa!, que calmados cabrones, que calmados! y la riña se disuelve. Respiro.
Me ha impresionado que mientras Guerrilleros y Gavilanes se liaban a trompones, el rondín de los guardias de seguridad no interviniera para detener la pelea y que muchos de los vándalos estuviesen bailando como posesos sin inmutarse un segundo.
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¿Que qué estoy haciendo aquí? Hace más de dos horas que llegué, queriendo saber qué siente ser como los vándalos, queriendo saber qué se siente estar metido en los zapatos de uno de ellos.
A propósito me he vestido con una playera holgada color petróleo, unos pantalones medio bombachos de mezclilla, cuyo encuarte llega casi hasta el suelo, y unos toscos zapatones de seguridad. Hoy soy uno ellos.
Es domingo, como a las 5:00 de la tarde y está lloviendo, por eso es que he debido tomar un taxi para que me traiga hasta este bodegón de fechada naranja y que dice hasta mero arriba Paseo 2255.
Será porque se encuentra ubicado en el Paseo de la Reforma número 2255 ¿o por aquello de aquí se tocan también paseos vallenatos, otro de los géneros favoritos de los vándalos?, no sé.
A la entrada del salón me recibe un piquete de guardias, la mayoría muchachos. Llevan todos playeras negras o rojas que dicen Seguridad en la espalda y los hombros, con letras grandes, gruesas y mayúsculas.
Entra conmigo una turba de malandros, con bermudas y camisetas guangas, que apenas los rozo me lanzan un tufillo como a mona, (trapo impregnado de thinner) o chemo (resistol amarillo), que acaba por inundar el vestíbulo del salón.
He visto a los vándalos bambolearse, irse de lado, patinar, miradas extraviadas, como si se cargaran una borrachera de varias horas.
A nadie nos han solicitado identificación ni checado estado físico, y todos pasamos.
Uno de los vigilantes, tipo ñango, de piel curtida por el sol y rostro de pómulos saltados, me hace pasar, junto con los otros pandilleros, a un cuartito protegido por una cortina negra.
Qué bochorno. El bato me está ordenando que me baje los pantalones delante suyo, yo siento que me arde la cara, pero accedo, yaaa, súbetelos güey, dice y enseguida me pide que le enseñe lo que traigo en los bolsillos: mi celular, mi cartera y las llaves de mi casa, le hago el inventario.
No conforme con eso el tipo mete sus manos en las bolsas de mi pantalón y sin que yo me dé cuenta saca una moneda de a 10 pesos que se había quedado rezagada en el fondo, ¿no traes un 10 acá pa la banda?, me pregunta, como burlándose después que termina de basculearme.
Y yo siento que vuelve a arderme la cara cuando el guardia me ordena esta vez que me quite el cinturón y lo deje en la taquilla; ¿cómo?, se me van a caer los pantalones, pienso espantado, y aprovecho una distracción del tipo para fugarme, después que he pagado la entrada: hombres 25 pesos, 10 pesos mujeres.
Por fin penetro al salón que es esta gran bodega semioscura, de paredes de ladrillo pintados de naranja con algunos letreros flechados que indican Ruta de evacuación y un solo extinguidor al fondo.
Como se nota que se me ha hecho temprano. El salón está casi vacío, pero la música colombiana ya ha empezado a tronar por todo el bodegón y los reflejos de las luces a romper a puñaladas la oscuridad. Hoy quiero estar entre los vándalos, sentirme como uno de ellos.
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Estoy parado, porque aquí no hay dónde sentarse. A mitad del salón, un píe apoyado en el piso cacarizo de cemento y el otro en la pared.
En el centro de la pista algunos de los malandros que llegaron conmigo se han soltado a bailar colombiano.
La cosa es que no sé cómo poner en palabras esos pasos de baile, marcarla, dicen en el barrio; el cuerpo encorvado, los pies que van y vienen, como lijando el suelo, y los dedos de las manos haciendo señales que sólo ellos entienden, porque son sus códigos, los códigos de la banda.
Uno de los pandilleros, aquel que se ve que anda más pasado, se acerca dando traspiés hasta mí y me arrima un manotazo, ¿involuntario?, en la tetilla izquierda que me hace sobarme del dolor y casi lagrimear.
El vánalo se aleja bailando, loco, atropellado, hasta que en una de esas tropieza y se da en la espalda contra el piso. Nadie lo levanta.
Yo me voy hacia otro extremo del salón, y no es cobardía, lo juro, simplemente que no he querido por nada del mundo, menos por una bronca con este malandro, echar a perder la crónica.
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Ahora me he trasladado al fondo del Paseo 2255 y noto, sin sobresalto, que huele un buen a mota. Sí es mota, ni duda cabe. El olor viene de una ruedita de hombres que se turnan para fuman a contraluz y escupen humo como ferrocarril.
No se distinguen, o más bien no distingo sus caras, sólo sus siluetas negras y las volutas de humo que se expanden y cuelan por los agujeros de mi nariz. Tengo la sensación de que los vándalos se han dado cuenta que los he estado mirando, y opto por mudarme a otra esquina del salón.
Conforme avanza la noche, he visto desfilar por la entrada hordas y hordas de cholitas metidas en leggins, bluejeans ajustados, tops y blusas de tirantes, por cuyo escote se asoman pechos juveniles, aun erguidos.
Otras vienen de bermudas cuadriculados y playeras largas, o de vestidos cortitos con toda la intención de lucir glúteos duros, carnosos y ¡a ver culeras quiénes son las más buenas: Las Reinas de Tetillas o Las Niñas Tlaxcala, grita el disc jockey.
La música colombiana no deja de resonar por toda la bodega, que ahora se está cimbrado y parece que se va a derrumbar. En un rato el Paseo 2255 es un hervor de cholos y cholas bailando, saltando, alzando los brazos. Los menos están tumbados en el suelo, fumando, tomando Coca Cola y mirando cómo se divierte la banda.
El pinchadiscos grita a todo pulmón por los altoparlantes los nombres de las clicas y todos brincan, silban, envían señales con las manos, rugen de júbilo. Esos Gatos de la Loma, Vampiros San Isidro, Guerrilleros de Tetillas, Pilos, Vaguitos, Juniors, Chicanos y Cafés de la no me acuerdo cuál, ¡chinguen a su madre!, remata el dj.
En eso, uno de los vándalos para de bailar y viene a mi encuentro. Me pregunta vociferando por encima del ruido de la música que con quién vengo, que si nadie me acompaña y que por qué no bailo,
Es un muchacho moreno, bajo de estatura, que lleva una bermuda de mezclilla y playera rayada. Tiene la cabeza rapa y huele a mona. Le digo que vengo solo y que no sé bailar, pero que me gustan mucho las rolas colombianas, ¡no se agüite!, me dice, y se va. Pero yo no estoy agüitado, sólo quiero ser, al menos por esta noche, como uno de ellos.
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El sonido de la música es tan estridente y ensordecedor que apenas y se entiende la melodía. A ratos parece, por el ritmo, que está sonando La Mujer del Zapatero, La Sampuesana, Óyeme Pascual o la Cumbia Barulera, quién sabe.
Lo que ahora me tiene cabreado es que entre el tumulto de vándalos he visto a una chiquilla como de siete años, morena y escuálida, bailando colombiano con un par de mujeres mucho mayores que ella y vestidas como cholas.
Apenas y se aparta de sus amigas la abordo, pero el ruido de la música no nos deja platicar y sólo consigo saber de ella que tiene nueve años, que le gusta venir a las tardeadas del Paseo 2255 y que una de las chicas con las que vino es su mamá. ¡Chale!, me digo.
No es la primera vez que, merodeando por el salón, he mirado a otras cholas y cholos con cuerpo y cara de niños, yendo y viniendo entre los vándalos.
En el Paseo 2255 no cabe ya ni un cholo más en esa atmósfera de humo de cigarro y luces multicolores que dan vuelta es alucinante.
La bodega es un horno y la mayoría de los hombres se han despojado de sus playeras para secarse con ellas el sudor que les escurre a chorros por la cara, espalda, brazos y pecho.
Y así se la pasan el resto de la tardeada, con la mitad del cuerpo calato y sus tatuajes a la intemperie, tanto que aquello asemeja una exposición pictórica ambulante sobre lienzos humanos.
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El dj anuncia por el altavoz la reta de baile de la noche entre Los Guerrilleros y Los Gavilanes de Tetillas. La banda explota y les forma valla al centro de la pista. Suena la cumbia.
Estoy mirando en medio de la valla de gente a un grupo de cholos bailando colombiano sin camiseta. Llevan todos la cabeza rapada y el cuerpo rayado. En eso estoy, cuando intempestivamente se abre la valla y los cholos huyen en estampida hacia las orillas del salón, empujándose, atropellándose.
Yo corro entre la oscuridad hacia un rincón que creo, es seguro, del salón, pero la marabunta me alcanza y ahora estoy atrapado entre la pared y un embrollo de brazos, piernas, cabezas, espaldas y siento que me ahogo, que el aire se me está yendo. Grito.
Son Los Guerrilleros y Los Gavilanes, que se andan dando con todo, como en los pleitos callejeros del barrio, donde desde siempre se han traído ganas, se han tirado fila, se han echado bronca.
Los vigilantes del Paseo 2255, esos tipos de las playeras rojas y negras, con las insignias de Seguridad, no intervienen para separarlos; al contrario parece que los azuzan.
Desde la cabina el jd vocifera: ¡chíngalo, chíngalo, chíngalo. Al otro lado del salón, la banda, cholos y cholas, sigue bailando como si nada.
Y luego otra vez La Guerrilla, arremetiendo contra La Gavilanada, pero las cumbias colombianas no se detienen y ahí está otra vez el dj que ¡chíngalo, chíngalo, chíngalo! y que ya, calmados, cabrones, calmados hijos de su puta madre y otra vez saludos para Los Gatos de la Loma, Los Cafés, Los Chicanos, Guerrilleros, Pilos, Reinas Tetillas, Niñas de la Tlaxcala y Cobras de quién sabe dónde.
Momento, que el locutor pide silencio para dar un mensaje y esta vez sí va en serio banda: anda circulando en feis la mamada de que nos vamos a mover de aquí al centro. No se crean raza, no hagan caso de esos culeros, aquí nos quedamos forever.
Suena otra cumbia, puro Colombia, pero cuidado que ái viene otra vez la aplanadora humana, y yo, ¡a correr!, antes que me vuelvan a hacer emparedado.
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He vuelto al fondo del salón y ahora estoy absorto, contemplando a una pareja de cholas que bailan. Parecen menores de edad y están vestidas con un shortcito como calzón de mezclilla y blusas holgadas que arremangan hasta los pechos cuando sienten el golpe de calor, dejando ver, de vez en vez, los encajes de sus corpiños.
Yo también estoy muerto de calor y siento el cuerpo pegajoso y ensopado. Voy hasta la entrada de la bodega donde hay un puesto de sodas y me compro un refresco de uva en lata.
¿Andas muy high fashion ¿no?, volteo y el que me habla es un cholo de pelos erizos y negra vestimenta, que sin pedir permiso me arrebata la lata de refresco y le da un sorbo largo, largo. Al ratito me la regresa casi vacía, poniendo cara de querer chingazos. Sin decir palabra me alejo de ahí.
Me siento agotado, los pies me arden de tanto estar parado y caminar de aquí para allá en el salón las más de seis horas que ha durado la tardeada.
Otra vez se deja venir la estampida de vándalos, pero es la La Guerrilla y Los Gavilanes que se andan agarrando a moquetes, ya lo sé y esta vez no corro, me dejo llevar por la marea humana.
Luego desisto y me echo a correr. Unas cholitas que están junto a mí sueltan la carcajada y murmuran no sé qué cosas mientras me miran. Más allá veo a un flaco y chaparro guardia de seguridad, conteniendo a una tuba de cholos enardecidos en la entrada a otro salón adyacente a la bodega.
Y me pregunto ¿cómo es que siendo tan ñango y cacalina este vigilante, los vándalos no puedan derribarlo?, ¿o es pura pantomima?
Le pregunto a otro cholo ¿por qué el guardia no deja salir a esos vándalos?, y me responde que es para evitar que se agarren a vergazos, con la banda rival.
Por las rendijas de la bodega no veo ya ni un retazo de luz de la calle. Calculo, negra la noche, que deben ser más de las 12:00.
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Tengo hambre, sueño, y ya me quiero salir del Paseo 2255. Basta de hacerle al vándalo, estoy pensando, cuando otro cholo que apareció quién sabe de dónde, me saca de mis cavilaciones.
Está sediento, dice, y quiere que le preste algunas monedas para comprarse una botella de agua purificada, hoy por mí, mañana por usté, suelta, llevándose el dinero, y a mí no me importa.
Hace rato que estoy siguiéndole los pasos a una esquiva chola de cabellos lacios, castaños, cara como de muñequita anglosajona, alta, espigada. Trae un pantalón de mezclilla negro superajustado y una blusita oscura, ceñida, que remarcan a la perfección su silueta curvilínea.
Luego de darme valor intento hacerle plática. Dice que no, que no viene seguido al Paseo 2255; y que sí, que el baile se termina ya noche y que si no le presto un peso para completar un cigarro. Te compraría todas las cajetillas del mundo, si tuviera dinero y el cigarro no fuera canceroso, digo para mis adentros.
El baile está por terminar. El salón se ha ido quedando solo y el disc jockey anuncia por los altoparlantes la reta del próximo domingo: Reinas Tetillas, contra Niñas Tlaxcala.
Y no sé por qué a mí me han dado ganas de volver a venir al Paseo 2255, no sé si para ver a la chola curvilínea o para volver a sentirme otra vez como este domingo: como uno de ellos.