Un personaje olvidado (II); el teatro de aficionados en Saltillo
Un éxito de apoteosis fue la representación de “El Divino Impaciente”, allá en aquellos años, los cincuenta del pasado siglo en Saltillo. Jorge Mairós, primer actor y director, reunió un grupo de aficionados y de ellos hizo en unas cuantas semanas un conjunto de actrices y actores aceptables. Entonces existía el teatro de aficionados, hoy desaparecido. Quienes ahora actúan son todos profesionales, aunque salgan a escena por la primera vez, y si alguien les pregunta si son aficionados ponen la misma cara que una mujer −o un hombre− cuando le dicen la palabra de las cuatro letras.
“El Divino Impaciente” se presentó, si no recuerdo mal, en el gimnasio de la Sociedad “Manuel Acuña”. Estaba el teatro Obreros del Progreso, que tenía una magnífica acústica −ahí actuó la compañía de Pepita Embil y Plácido Domingo−, pero quienes participaban eran muchachas y muchachos de buena sociedad, y la buena sociedad no veía con buenos ojos a la Obreros del Progreso. Podía ir ahí a ver actuar, pero no a actuar.
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Se llenó el gimnasio, parte porque todos los familiares de los noveles actores fueron a verlos “trabajar” −otra expresión del argot teatral−, parte porque la obra fue muy recomendada por los señores sacerdotes al final de las misas −“avisos para la presente semana”−, pues su tema era de mucha devoción: trataba nada menos que de la vida de san Francisco Xavier. El autor de la pieza le puso “El Divino Impaciente” porque a san Francisco se le quemaban las habas por ir a evangelizar a los paganos de Oriente y ver de paso si se hacía martirizar por ellos.
El reparto era numerosísimo. No creo que en otra obra representada aquí haya subido tanta gente al palco escénico. A más de san Francisco salía san Ignacio de Loyola, estupendamente representado por un talentoso y agradable muchacho llamado Carlos Pérez, que hasta cojeaba en la vida real, como el fundador de la Compañía de Jesús. Junto con ellos aparecía toda una cohorte de jesuitas; salía una multitud de infieles orientales −japoneses, entiendo−; otra de nobles españoles: damas, hidalgos, duques y marqueses. Aquello parecía convención. Se las arregló Mairós para llenar el foro, pues como buen empresario sabía que mientras más gente haya en el foro más público habrá en la sala.
Asistió el señor Obispo acompañado de sus familiares. Los familiares de un Obispo no son sus familiares: son los sacerdotes que lo acompañan cada día en sus funciones. Concurrió igualmente todo el presbiterio; fueron las religiosas, los seminaristas, las socias y socios de las diversas cofradías y archicofradías de la ciudad, los catequistas... Con ellos se llenó el teatro. También hubo público en general, pero poco.
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La representación fue un éxito. La obra, si no recuerdo mal, está hecha en verso, y Mairós recitaba con sonorosa voz aquellas largas tiradas −parlamentos− llenas de imágenes sublimes. La vida de san Francisco era narrada desde la más temprana vocación del santo hasta su cruento martirio sanguinoso. Al bajar el telón final todos estábamos llorando, hasta el señor Acosta, el tramoyista. Cuando, el último de todos, salió Mairós a recibir el aplauso del culto público, el teatro entero se puso en pie y le tributó una ovación atronadora. Fue entonces cuando quise ser actor. Lo sigo anhelando todavía. (Seguirá).
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