Zapatero: no sólo a tus zapatos
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Este señor don Trigio es zapatero remendón, pero sin el don: la gente le dice Trigio nada más. Tal es su nombre. Trigio no es apodo, es nombre del santoral. En el Flos Sanctorum, o sea Flor de los Santos, libro que recoge los nombres de todos los que en el mundo han sido, aparece dicho nombre, y también en el Año Cristiano, piadoso devocionario ya olvidado. En algún rinconcito del Cielo debe estar San Trigio, platicando con su tocayo saltillero.
Trigio tiene el taller en un aposento de su casa, precisamente aquel que da a la calle. Mantiene la gran ventana abierta, para que lo vean y para él mirar al mundo. Su mundo es la calle de General Cepeda y la placita de Castelar, que queda enfrente.
La casa de Trigio es grande y alta. Tiene dos pisos, y balcones en el segundo. En tiempos de don Óscar Flores Tapia esa vieja casona, junto con la antigua Penitenciaría, dio sitio al actual edificio de la Tesorería del Estado.
Don Trigio cría zenzontles. Los tiene en jaulas que cuelga en las rejas de su ventana para que le alegren el día con sus trinos. Posee Trigio la peregrina habilidad de enseñarles canciones a los pájaros. Las señoras le llevan sus zenzontles para que los instruya. Los tiene Trigio ahí un par de semanas -o tres, o cuatro, según la aplicación del estudiante y sus deseos de aprender- y cuando los entrega a sus dueñas los pájaros saben silbar los primeros compases de la Marcha de Zacatecas o de La dona inmóvile de Verdi. Así decían las señoras: La dona inmóvile.
Pero la habilidad suprema de don Trigio no era la enseñanza del canto ornitológico, y ni siquiera el útil arte de la zapatería. Su mayor carisma era el de la sanación, como hoy dicen las gentes que andan en cosas de iglesia o secta. (Para cada quien la iglesia es la propia, la secta es la del otro). Trigio era sobador, componedor de huesos. O sea traumatólogo lírico, de oídas. Quienes sufrían de luxación, tortícolis o torceduras iban con él, y en un dos por tres seis los componía Trigio y los mandaba a su casa derechitos. Eso sí: sus métodos eran drásticos, y dolorosos, pero eficaces siempre.
Un día llegó con él cierto señor.
âSe trata de una torcedura de cuello, Trigio.
Y Trigio:
â¡Mire, don Fulano, que linda muchacha va pasando!
Volvió el señor la vista, y Trigio aprovechó la distracción para agarrarlo con tremenda fuerza por atrás, levantarle en alto el brazo y darle un violentísimo tirón. El infeliz lanzó un grito de dolor que se oyó hasta la catedral.
âYa está arreglado.
â¡Trigio! -gimió derrengado el infeliz -. ¡Yo no tenía la torcedura! ¡La tiene mi señora, que no se puede ni mover! ¡Por eso vine, para llevarte a la casa y que la arregles ahí! ¡Mira cómo me dejaste! ¡Ahora no me puedo ni enderezar!
Y Trigio:
â¡Mire esa otra muchacha!
Volteó de nuevo el lacerado, por instinto. Trigio lo agarró otra vez y le estiró el otro brazo con la misma formidable fuerza. Ahora el grito del señor se oyó hasta la alameda.
âYa está arreglado.
En efecto, el hombre había quedado bien, ya sin dolor ni torcedura.
Y Trigio:
âVamos ahora a ver a su señora esposa.
Como dije: los métodos de Trigio eran drásticos y dolorosos, pero infalibles siempre.