¿Vida eterna? ¡No, gracias!
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Claro que a mí me seduce también la idea de la inmortalidad, pero me inclino a pensar que debemos vivir esta vida como si fuera la única
La Semana de Pascua perdió hace mucho todo atisbo de santidad.
Creo que no había fallecido el último de los apóstoles cuando ya la gente la agarraban de pretexto para empeñar algo y largarse unos días al Mar Muerto.
Otro aspecto que se desvirtuó fue la frugalidad impuesta sobre los alimentos para estas fechas.
Tradicionalmente se trataba de evocar con una dieta austera las penurias padecidas por el pueblo judío a manos de los egipcios malvados. Más tarde se tornó en una especie de penitencia para conmemorar la muerte de Jesús (como que tampoco era cosa de recordar su sacrificio con una solemne carne asada).
Sin embargo pronto nos dimos la maña para hacer de la templanza otro festín, de tal suerte que la celebración de la Muerte y Resurrección de Cristo se volvió un maratón gastronómico sólo comparable con el de la pascua decembrina.
Comenzamos con una sopa hecha con la leguminosa de su preferencia: lentejas, habas, garbanzos o, ya de perdido, alubias.
Luego un plato que incluye forzosamente nopalitos (en chile colorado), con tortas de papa y camarón; un filete de pescado empanizado (o natural si estamos cumpliendo alguna manda) y arroz.
El desierto hizo su respectiva aportación a los manjares cuaresmales con los cabuches y la flor de palma. Ésta última supone es una exquisitez, pero en honor a la verdad confieso que a la fecha no he tenido la suerte de degustar apropiadamente (es como el pez globo, si no se prepara con el debido rigor, la flor de palma amarga hasta casi envenenarnos).
Finalizamos con el postre más impresentable del mundo que, al que no obstante lo que le falta de apariencia le sobra de suculencia: la capirotada, con la que acompañaremos la charla de sobremesa o el obligado maratón de películas de barbones con que la televisión nos atosiga puntualmente por estas fechas.
Y así, después de visitar las Siete Cazuelas cualquiera está listo para expirar y resucitar al tercer día.
La otra opción es irse a mentar madres al beisbol y creo que es lo que haré este año.
Pero detrás de todas nuestras tradiciones, resultantes de un misticismo diluido, una religiosidad light y un simbolismo extraviado, está la esencia de todo, que no es ni siquiera la pena por el indecible martirio de Jesús, infligido en aras de nuestra salvación.
No, la esencia, lo que moviliza la fe, lo que impulsa tanta conducta sin sentido es la promesa de vida eterna.
Es la promesa de que, siendo justos y jugando en el equipo correcto (el de Jesús, claro), no habremos de afrontar la muerte, que es a fin de cuentas el miedo supremo del hombre.
El camino de Cristo es atractivo, porque nos asegura que no tendremos que pasar por ese trance hasta ahora inexorable: la cita que todos tenemos programada con la Calaca. ¡Pues claro, suena bien! Pero siendo realistas, se antoja un tanto improbable.
Un destacado científico, Robert Lanza, acaba de decirle al mundo sus conclusiones recientes entre la que se destaca la idea de que la muerte es una mera ilusión, lo mismo que el tiempo. Según Lanza, somos eternos.
La prueba de que hay vida después de lo que llamamos muerte estaría, de acuerdo con Lanza, en la física cuántica. De acuerdo con su teoría del universo biocentrista somos los seres vivos quienes damos forma al Universo y de hecho lo creamos.
Y sí esto le parece difícil de entender, la verdad es que es mucho más inverosímil la mágica historia del segundo carpintero favorito de México.
En fin, que lo malo de que el ser humano alberge la esperanza de una vida eterna será siempre el problema de que en consecuencia no nos esforzamos todo lo que deberíamos en esta vida (al fin y al cabo la existencia es eterna).
Cuando lo cierto (y muy a pesar de su opinión) es que es esta existencia, que vemos y percibimos con nuestros sentidos, es la única que podemos dar por sentada (si hay otra, qué bueno, pero es difícil saberlo porque fuera de lo que aseguran las Escrituras, que Cristo resucitado visitó a los apóstoles en carne y hueso días después de sepultado, pues no es por descreído, pero cualquiera necesita más evidencia que un testimonio sesgado de hace dos mil años).
Es el caso que la noción de eternidad no nos permite esforzamos como debiéramos, no le sacamos a la vida todo el jugo, no nos movilizamos lo suficiente.
Si Jesús salvó a la humanidad es algo que puede debatirse, pero uno de los daños que nos legó es esa promesa de una vida eterna, en la que de hecho la pasaremos mucho mejor que aquí, lo que nos lleva a soportar de todo y conformarnos con el mundo tal cual lo conocemos.
Así toleramos la injusticia, la desigualdad, los gobiernos despóticos, el sufrimiento del prójimo. Al fin de cuentas, los pobres, los necesitados, los menesterosos, según esto, todos van con pase directo al Paraíso por la eternidad.
Claro que a mí me seduce también la idea de la inmortalidad, y me gustaría pensar que tengo un alma eterna. Pero la verdad es que, me inclino a pensar que debemos vivir esta vida como si fuera la única y con el tiempo contado.
petatiux@hotmail.com