Un señor Pesado
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Don Artemio de Valle Arizpe, paisano nuestro, sabio y travieso -se pueden ser las dos cosas a la vez-, conoció y trató de cerca a don Ignacio Montes de Oca y Obregón, de felicísima memoria, obispo que fue de San Luis Potosí, venerable varón, alto poeta y príncipe brillante de la Iglesia, de clara inteligencia, no como algunos de ahora.
Acabo de leer unos apuntes del señor Montes de Oca. En ellos recuerda a un mexicano de mucho mérito: don José Joaquín Pesado, hombre erudito, gran benefactor. Este magnífico caballero, cuyos padres lo bautizaron con los nombres del esposo y el padre de la Virgen, fue también fino escritor. Cultivó las letras clásicas; hizo pulquérrimas traducciones del latín y el griego.
Sin embargo los mejores poemas de don José Joaquín fueron sus hijas, hermosas muchachas a un tiempo bellas y talentosas. Escribió el obispo Montes de Oca:
... Reunía este poeta en su casa a todos los jóvenes que cultivaban las Musas. Sus hijas atraían a los jóvenes con su hermosura, su talento, su amabilidad y su exquisito trato. El deseo de agradar a las damas hacía que los aspirantes a poetas pulieran sus versos, y la amable severidad con que Pesado, maestro de todos, censuraba los más leves defectos, hacía que se esmerasen en corregirlos o limarlos. Ahí se formó una escuela de corrección y buen gusto....
De las hijas de don José Joaquín la más bella, sensible e inteligente fue Isabel. Escribía ella también versos muy lindos. En las antologías de fines del siglo diecinueve y principios del veinte figuraba siempre una oda suya: Al bosque de Chapultepec, poema que tiene lo mismo antiguas resonancias clásicas que nuevos alientos de romanticismo. Sus creaciones quedaron recogidas en un solo libro cuyo título es Dichas y penas. Lo he leído, y en él encontré más penas que dichas. Escribió también Isabel un libro de viajes en el cual mostró su cultura, su intuición y dotes de fina observadora.
Isabel casó muy joven con un riquísimo señor perteneciente a la más rancia nobleza mexicana: don Antonio de Mier y Celis. Todas las riquezas las tenía este rico hombre, menos la más importante: la salud. En el curso de uno de los viajes que la pareja hizo a Europa se le acabó la vida, que trajo siempre pendiente de un hilo. En París ese hilo se rompió. Días antes de su muerte, ya en el lecho de su última agonía, el señor De Mier hizo su testamento. En él dividió su enorme caudal en dos partes iguales, una para su esposa y la otra para Su Santidad el Papa. En correspondencia el Pontífice otorgó a doña Isabel el título de duquesa. Quién sabe a cómo saldría cada letra de ese título.
Tras la muerte de su marido la duquesa de Mier se retiró del mundo, y ocupó el resto de su vida en prácticas religiosas. Como no tuvo hijos, al morir dejó todos sus bienes a la beneficencia privada. De ahí nació la famosa Fundación Mier y Pesado, que tanto bien ha hecho y sigue haciendo todavía. Una calle de importancia en la Ciudad de México lleva ese nombre: Mier y Pesado. En la UNAM tuve dos amigos que siempre andaban juntos, uno apellidado Mier, el otro bastante robusto y excedido en kilos. Cuando se acercaban decía en voz baja un compañero:
-Ahí vienen Mier y Pesado.
Al ingenio de doña Isabel debemos una expresión que aún se usa. Acostumbraba ella decir:
-Hice una visita de cumplimiento... De cumplo y miento.