Terror en la noche
COMPARTIR
TEMAS
El nombre que le puse a este relato parece título de película de miedo. Y sin embargo es una historia de amor. Y de humor.
Le sucedió a un amigo mío, originario y vecino de Sabinas Hidalgo, Nuevo León. Agente viajero, en uno de sus viajes fue a Morelia, Michoacán. Llegó en sábado, que es un mal día para llegar a una ciudad, pues muchos buenos lugares cierran, y muchos lugares malos abren.
Mi amigo, ya lo dije, era agente. Pero también era gente. Quiero decir que estaba hecho con la débil pasta de lo humano. Sin conocer a nadie, esa noche sintió el ingrato peso de la soledad. Tomó un carro de sitio -así se decía antes de que se dijera “taxi”-, y le pidió al chofer que lo llevara a una casa mala. El hombre le preguntó si quería una casa mala mala, una casa mala regular, o una casa mala buena. Él dijo que prefería una casa mala buena. La bondad, ya se sabe, es gran virtud.
Y allá fueron, por las calles de la hermosa ciudad. No llegaron a la tal casa. ¿Por qué? Porque he aquí que sucedió un milagro. Los prodigios llegan siempre cuando no se les espera. Ya lo dijo un anónimo poeta en inspirado dístico: “Nuestro Señor nació en un pesebre. / Donde menos se piensa salta la liebre”.
Al pasar frente a una iglesia mi amigo vio a la gente que salía —según supo después— de la Hora Santa. Y entre la gente vio mi amigo a una muchacha. Verla y enamorarse de ella fue lo mismo. Le ordenó al chofer que se detuviera, le pagó lo que quiso cobrarle y fue en seguimiento de aquella mística aparición que había contemplado.
Voy a abreviar la historia. Las historias de amor son siempre breves. Mi amigo le preguntó a la chica si podía acompañarla. Ella, después de hacer con femenino instinto el rapidísimo inventario de las prendas físicas del joven forastero, y de evaluar su posible situación económica y social, aceptó su compañía. Tan la aceptó que a los pocos meses se casaron. Después de una semana de luna de miel en Acapulco —siete gloriosos días; seis gloriosísimas noches— él llevó a su flamante esposa a Sabinas Hidalgo, Nuevo León.
Llegaron en autobús. Al descender del vehículo un hombre de mal aspecto, chamagoso y con tufos de borracho, se dirigió al recién llegado:
—¿Te llevo los velices, primo?
Otro pelafustán igualmente astroso, que llevaba un cajón de bolear, le propuso:
—¿Grasa, primo?
Y un individuo hirsuto, cojo y manco, le alargó la mano en agria petición:
—Pa’ un taco, primo.
La muchacha era modosa y refinada, de la buena sociedad moreliana. Al ver y oir aquello le preguntó a su esposo, azorada y llena de desolación:
—¿Son tus primos?
Pensó, seguramente: “¿En qué familia vine a caer?”. Ignoraba la pobrecilla que en Nuevo León era costumbre -y sigue siendo todavía- usar el nombre “primo” al dirigirse el que habla a alguien de su misma edad o parecida, aunque no lo conozca; “tío”, si su interlocutor es mayor que él; o “sobrino”, si tiene menos años.
Pero no acabaron ahí, las tribulaciones de la joven esposa. Mañana relataré un extraño suceso, espeluznante, que esa misma noche le aconteció.
(Continuará).