Tabaco negro
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La época de oro del tabaco, o mejor dicho una de sus muchas épocas de oro, puede situarse entre las décadas de 1930 y 1950. En este lapso, si no fumó Superman pudo hacerlo Clark Kent, Bruno Díaz en lugar del Hombre Araña. El cine inmortalizó un sinnúmero de escenas: las mil y una noches del tabaco pueden rastrearse en el celuloide. No me refiero sólo a Humphrey Bogart, que todo el tiempo actuó detrás de una cortina de humo de cigarrillo. No nada más a Marlene Dietrich, el inefable Ángel Azul, eternizándose con sus medias de seda negra, el sombrero de copa y la boquilla de plata. (En las películas mexicanas de esta misma, dorada época, se fumaba con naturalidad y se cometían curiosos excesos, tales como aplastar la colilla sobre la alfombra con la punta del zapato, o fumar en la sala quirúrgica de un hospital, alternando el cigarrillo con el bisturí, e inmediatamente después en alguna habitación de cuidados intensivos, mientras el enfermo se recuperaba, respirando dificultosamente detrás de una mascarilla.) Hablo también, decía a ustedes, de las incontables filmaciones documentales donde aparece José Stalin fumando largos cigarrillos con boquilla. Después se sabría que asesinó a centenares de opositores políticos y que deportó millones de hombres a Siberia, pero nadie entonces ni ahora relacionó dichas manifestaciones de insondable maldad con el hábito del cigarrillo. Noticieros de cine, abundo, en los que aparece Franklin Delano Roosevelt, en la fatiga ciclópea de su tercer período presidencial, pero todavía con su aire de buen chico yanqui, optimista e higiénico, fumando uno tras otro decenas de cigarrillos Chesterfield. Nadie ahora ni entonces, naturalmente, asoció el hábito del cigarrillo con la enfermedad que lo mantuvo en silla de ruedas durante décadas. Para qué hablar de los puros de Winston Churchill, dos veces más gruesos que los del Ché Guevara. (Nadie asoció negativamente el tabaquismo y el alcoholismo del estadista con los bombardeos alemanes sobre Londres; nadie denostó los carísimos puros del Ché, dignos de los especuladores de Wall Street, por el asma que molestó al guerrillero durante las infames y lluviosas noches de la sierra boliviana.) Durante esta época, que se hizo humo, los fracasados y los hombres de éxito disfrutaban con el mismo placer sus cigarrillos de tabaco negro sin filtro. Hanna Arendt, una de las grandes filósofas del siglo, consumía una cajetilla de Pall Mall mientras daba una conferencia en una universidad alemana sobre el Holocausto que, siendo ella judía, fue una de las pocas que supo comprender. Antes de convertirse en el chivo expiatorio de todos los malestares, enfermedades y pandemias de la posmodernidad, el tabaco circulaba con naturalidad: nadie lo atacaba, nadie lo defendía, no era recomendado por los vegetarianos ni denostado por los primitivos ecologistas. Intelectuales, gángsters, médicos, políticos, físicos nucleares lo consumían en grandes cantidades –la costumbre universal era encender un cigarrillo con la colilla del otro-, como en los tiempos de Voltaire, Rousseau y Montesquieu, a mediados del siglo XVIII, que es acaso donde podemos situar su primera época de oro.