Sociedad en crisis
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El clima convulso por el cual atraviesa el país convoca a la lectura simplista y a voltear en dirección de los augures del estallido social, de quienes se dedican profesionalmente a advertirnos sobre la inminencia del desastre.
Y sin duda suenan lógicos los diagnósticos realizados a partir de tener en cuenta solamente la superficie, pues la evidencia a la vista parece muy clara: las protestas no hacen sino multiplicarse en las últimas semanas, además de convertirse en actos cada vez más violentos.
Las protestas, por supuesto, tienen razón de ser e incluso uno puede preguntarse por qué tardaron tanto en irrumpir si la sensación de insatisfacción generalizada lleva décadas entre nosotros.
El tono de las invectivas también está justificado, pues la actuación de las entidades públicas -nacionales, estatales,municipales- ha sido, salvo muy contadas excepciones, no sólo decepcionante, sino en general insultante para la comunidad.
Pero si el desempeño del sector público resulta indignante en términos generales, cualquier cota de lo tolerable es rebasada cuando hablamos de la forma en la cual el Estado ha fallado en el cumplimiento de las responsabilidades inherentes a garantizar la seguridad colectiva.
No es, por supuesto, que el caso de la desaparición de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa nos haya despertado de un cierto letargo colectivo. Tampoco estamos ante un caso límite, pues las desapariciones de personas se han registrado por miles -de hecho, la estadística es todavía poco confiable- durante los últimos años en México.
Pero las circunstancias del caso -el hecho de tratarse de estudiantes, el haber ocurrido en una entidad donde la población suele ser más aguerrida, la participación de agentes del Estado- han servido de catalizador para generar una reacción normal en cualquier sociedad democrática.
De hecho, el Estado Mexicano había sido bastante eficaz hasta ahora en el propósito de contener la reacción colectiva. Salvo los movimientos organizados por víctimas directas de la tragedia humanitaria en la cual se encuentra envuelto el país, desde hace más de un sexenio, la indignación no había permeado al grueso de la comunidad.
Por alguna extraña razón -extraña porque es indicativo de inmadurez democrática- los mexicanos habíamos comprado la tesis según la cual, en tanto no fuéramos afectados directos las cosas estaban bien, pues las víctimas de la violencia estaban, de alguna forma, justificadas por alguna relación directa o indirecta con las actividades delictivas.
Hoy, al menos en apariencia, parecemos haber entendido el fondo del fenómeno: la violencia generada por la delincuencia organizada y, sobre todo, la impunidad -producto de la complicidad y/o la incapacidad de las instituciones públicas- constituye un problema para todos.
¿Por qué en apariencia? Por lo dicho al principio: la lectura superficial de la realidad puede conducirnos a conclusiones equivocadas. Sobre todo, en cuanto al destino de este despertar registrado por la sociedad mexicana, traducido en la multiplicación de actos de protesta.
Porque, sin duda, las manifestaciones de estos días constituyen un elemento de presión para la clase política del país, a la cual están obligando a tomar decisiones distintas a las señaladas en el manual con el cual se las han arreglado para mantener el poder hasta ahora.
Sin embargo, aún estamos lejos -por lo menos en mi opinión- de la posibilidad de atestiguar, a partir de esta oleada insurreccional, una modificación de fondo en los usos y costumbres de la clase política, así como en las reglas con las cuales se recrea cotidianamente la relación de los ciudadanos con el poder.
¿Por qué es esto así? Porque no se trata solamente de protestar para presionar a quienes nos gobiernan a fin de conducirlos a un estado de crisis. Se trata de entender el mensaje de fondo de este episodio de la vida nacional: nuestra sociedad -no sólo el Gobierno- se encuentra en crisis.
No se trata solamente de los políticos. Se trata de todos nosotros, de la forma en la cual nos relacionamos; de los valores con los cuales recreamos la convivencia cotidiana; de la ambivalencia con la cual nos conducimos regularmente frente a los actos ilegales.
La protesta debe ser dirigida hacia los órganos del poder, por supuesto. Pero si no entendemos que quienes detentan el poder forman parte de la sociedad y se conducen así, en buena medida, porque constituyen un reflejo del conjunto del cual forman parte, la oportunidad representada por este momento de inflexión será miserablemente desperdiciada.
Si caemos en la trampa de creer que solamente se trata de botar a quienes hoy ostentan el poder y sustituirles por personas buenas, tiraremos a la basura todo el esfuerzo realizado para evidenciar la crisis colectiva.
Porque la solución no está en la sustitución de individuos en la estructura gubernamental, sino en el abandono de las reglas con las cuales hemos construido esta sociedad a la cual hemos llevado, entre todos, a la crisis.
¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3