Sin renunciar a la esperanza
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En el lecho conyugal el marido se le acercó a su esposa con clara intención erótica. Ella le dijo, terminante: “Esta noche no. Debo levantarme a las 6 de la mañana, pues tengo mucha ropa que lavar”. Replicó el sujeto: “Si para esa hora no he terminado te prometo dejarte en paz”… Don Astasio llegó a su casa después de acabar su jornada de 8 horas como tenedor de libros. Colgó en el perchero del corredor su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular, y luego se dirigió a su alcoba a fin de recostarse un poco y descansar antes de la hora de la cena. Ahí encontró a su esposa en pecaminosa conjunción con el muchacho repartidor de pizzas. Fue el mitrado marido al chifonier donde guardaba la libreta en la cual solía anotar palabras de gran peso para decirlas a su mujer en tales ocasiones. Regresó y le dijo la última que había anotado para el caso: “¡Galocha!”. Sin dejar de hacer lo que estaba haciendo preguntó muy interesada doña Facilisa (así se llama la señora): “¿Qué significa esa palabra?”. Contestó don Astasio: “El vocablo se aplica a quien es de mala vida”. “Yo no lo soy –replicó ella-. Como ves, me doy muy buena vida, pues a mi edad no siempre se pueden disfrutar ciertos placeres de los cuales yo gozo todavía”. Le dijo don Astasio: “Deberías tener reportación”. “¡Ah! –se alegró la señora-. ¡Otra palabra para aumentar mi vocabulario! ¿Qué quiere decir ese término?”. “Sirve para indicar moderación –explicó el marido-, mesura en la conducta”. “Yo la tengo –afirmó doña Facilisa-. Este joven te podrá decir que soy muy moderada. Nunca le exijo más de lo estrictamente necesario”. “Es cierto, caballero –declaró el mozalbete-. La señora jamás me pide cosas que no pueda yo cumplir”. Dijo don Astasio: “No entremos en detalles irrelevantes”. Le reprochó su esposa: “Tú empezaste”. Meneó el marido la cabeza en gesto de disgusto y salió de la habitación sin decir una palabra más. Con su esposa era imposible discutir. Siempre hallaba la forma de demostrar que tenía la razón. Por primera vez se preguntó don Astasio si valía la pena seguir anotando en su libreta palabras denostosas…Permítanme mis cuatro lectores decir una frase rimbombante: en estos días de sombra los mexicanos no podemos renunciar a la esperanza. Ahora que el país parece estar desmoronándose debemos conservar la confianza en México y en nosotros mismos. Sabemos ya los daños tan grandes que la corrupción, la ilegalidad y el abuso del poder pueden causar. De esto que está sucediendo saldrán muchas cosas malas –algunas ya han salido-, pero saldrán también cosas muy buenas. El rumbo por el que íbamos, hemos aprendido, era equivocado. Hay que enmendarlo. No sé lo que sucederá en los días o los meses próximos, pero sí sé que a raíz de todo esto México cambiará. Nosotros también tendremos que cambiar. Y debemos hacer que cambie igualmente esa casta que quiere seguir sin cambios, la de los malos políticos que han llevado al país al extremo en que lo vemos ahora. No desesperemos. Pongamos en práctica las tres virtudes teologales en las que creían nuestros antepasados: la fe, la esperanza y el amor. En este caso se trata de fe en nosotros mismos, de esperanza en el futuro y de amor a México. Si perdemos esas virtudes nos perderemos… En la fiesta un señor habló mal de cierta universidad para mujeres. Dijo con desdén: “Ahí lo único que aprenden las alumnas es a follar”. Uno de los presentes se indignó. “¡Señor mío! –le reclamó al sujeto-. ¡Mi esposa estudió en esa universidad!”. “La conozco –replicó, calmoso, el otro-. Y estoy seguro de que la reprobaron”… A don Languidio, senescente caballero, ya no se le arridaba el atributo de la generación. Oyó hablar de cierta uróloga que tenía un tratamiento para curar esa debilidad, y fue a consultarla. La doctora, mujer joven y guapa, procedió a examinarlo en forma táctil. Le puso la mano en el pecho y le pidió: “Diga 33”. Don Languidio dijo: “33”. Le puso la mano en la espalda. “Diga 33”. Y dijo don Languidio: “33”. En seguida le puso la mano en el abdomen: “Diga 33”. Repitió don Languidio: “33”. A continuación la bella doctora le puso la mano en la parte afectada y le pidió de nuevo: “Diga 33”. Empezó, moroso, don Languidio: “Uno… Dos… Tres… Cuatro…”… FIN.