Semanas ¿santas? de hoy
COMPARTIR
TEMAS
Ya no hacen las semanas santas como se hacían antes. López Velarde llamó opaca a la cuaresma porque en sus tiempos lo era. Se suspendía el ritmo de la vida durante largos 40 días penitenciales, los mismos que duró el Diluvio, los mismos que Juan el Bautista, y luego Cristo, se retiraron al desierto a meditar.
Muy cuaresmal era la cuaresma en el Saltillo de antes. Habían pasado el carnaval y las carnestolendas; los bailes, jiras campestres, tertulias familiares y demás diversiones, todas inocentes -o más o menos-, con que se despedía el tiempo festivo de la primavera. En las casas se cerraban los postigos de las ventanas, para ni siquiera dejar entrar la luz. Con velos negros o morados se cubrían los espejos, símbolo de la terrena vanidad. Igualmente se velaban las imágenes de los santos, ya fueran de bulto o en cromos que colgaban de la pared. En algunas casas se tapaban hasta las jaulas de los canarios, del gorrión parlero, del corajudo chico cagón, para que no cometieran el pecado de cantar en esos días de tristeza.
Todo mundo hacía ejercicios espirituales en preparación para la temporada. Los había para todos, ricos y pobres; lo mismo para las señoras que para sus criadas (separadas, claro). También había ejercicios especiales para los estudiantes, impartidos por sacerdotes jóvenes que se llevaban bien con la muchachada. A uno de ellos le oí decir esto:
-Levanten la mano los que crean, como ese tal Darwin, que el hombre desciende del chango.
Nadie la levantaba, por supuesto.
-¡Qué bueno! -nos felicitaba el rubicundo padrecito-. Si alguno la hubiera levantado todos le habríamos dicho: Hijo de la changada.
Reíamos todos la ocurrencia, y si no la aplaudíamos era sólo porque en la iglesia, en aquellos años, no se podía aplaudir.
Llegada la Semana Santa se suspendían los quehaceres de la casa, cumpliéndose sólo los más indispensables. Se acostumbraba que las niñas estrenaran vestidito y las señoras llevaran galas luctuosas nuevas a la visita del Pésame a la Virgen, o a la de las Siete Casas.
Desde el Miércoles Santo las radiodifusoras -la de don Froylán Mier, la de don Efraín López, la de don Alberto Jaubert- trasmitían solamente música sacra, que así llamaban los locutores a la clásica. Una vez me tocó hacer la programación del Viernes de Pasión. El discotecario puso en mis manos un montón de discos de música sacra, y yo los repartí para que se tocaran durante todo el día. A las tres de la tarde, la hora de la muerte del Señor, se oyeron en el radio los gozosos acordes del cancán de Orfeo en los Infiernos, de Offenbach.
A pesar de detalles como ése, el Viernes Santo hasta el cielo cambiaba de color. No había gente por las calles. El sábado se abría la Gloria, y había quema de judas en las esquinas. El domingo -espléndido Domingo de Resurrección- se escuchaba otra vez repique jubiloso de campanas, y uno tenía la impresión de que de nuevo salía el sol. La alegría era auténtica, como auténticos fueron la contrición de la Cuaresma y el duelo de la Semana Santa. Y parecía que en aquel regocijo de la Pascua que se decía florida la ciudad y su gente volvían a nacer y a vivir.