¿Qué sigue?
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El reformismo de este sexenio terminará con las leyes secundarias en materia de energía. A mi juicio, el saldo es negativo. La mejor de las reformas encogió (la de telecomunicaciones) y la peor creció (la energética). En la primera hay avances, pero la reglamentación desvirtuó el espíritu de una enmienda constitucional de avanzada al hacer concesiones postreras a las televisoras. La necesidad peñanietista de popularidad pudo más que la pulsión priÍsta por restablecer el mando sobre los poderes fácticos, y el déficit de control resultante se compensó con otro despropósito: se debilitó al IFT para reforzar al Ejecutivo. Y es que al PRI no le interesa tanto la solidez del Estado cuanto la potestad discrecional del gobierno. Desde su visión presidencialista, los órganos reguladores pueden ser autónomos frente a los entes regulados, pero no ante el poder público. Se trata, en última instancia, de que los empresarios negocien con el presidente, quien debe tener la última palabra.La segunda reforma, en cambio, se exacerbó. Es decir, desahuciaron a Pemex, porque tras corromperlo durante décadas lo enfrentarán a las transnacionales en una competencia que sólo puede perder. Nada que ver con el modelo noruego, que ya entrados en gastos debió haber sido el paradigma a seguir. Y en el tema de la electricidad coquetearon con la eliminación de los subsidios. Increíble torpeza política.
Si los exorbitantes cobros que la CFE nos hace a muchos usuarios aumentan más, la Reforma Energética será un fiasco. El beneficio social que el grupo gobernante ofreció a cambio de anular el símbolo nacionalista del petróleo fue la disminución de los precios de la gasolina, la luz y el gas. Si ya recularon en el primer caso y acaban haciéndolo en el segundo, encareciendo la vida de la clase media, perderán la opinión pública.¿Qué sigue? La economía no levanta y para el gobierno no será suficiente aterrizar las reformas.
Contrario al lema de Porfirio Díaz (que, dicho sea de paso, sospecho que fue tomado por alguno de sus “científicos” del famoso ensayo de 1887 de Woodrow Wilson), creo que la divisa de ahora en adelante será “mucha política y poca administración”. Las encuestas muestran que el índice de aprobación del presidente sigue siendo insólitamente bajo y que las reformas no pintan, así que él y su partido apostarán al clientelismo para ganar la mayoría en la Cámara de Diputados y varias de las nueve gubernaturas en juego en 2015. Sus ventajas son que el PRD dividirá sus votos con Morena y el PAN resentirá la secuela de su derrota presidencial y sus reyertas internas, y que el alto abstencionismo que suele haber en elecciones intermedias hará pesar el voto duro. Y luego vendrá “la grande”. La próxima Legislatura va a procesar algunas iniciativas, quizá alguna que otra reforma, pero será primordialmente un espacio de debate sobre los distintos proyectos de nación y de construcción de candidaturas para la sucesión presidencial de 2018.
Para la oposición la cuesta es empinada pero escalable. Si panistas y perredistas asimilaran que sus militantes más los del PRI suman unos 10 millones de personas mientras que el padrón electoral rebasa los 80 millones de electores, y que la única manera de competir con la maquinaria electoral priísta es conquistando a esa parte mayoritaria del electorado —que no sólo es veleidosa sino crecientemente antipartidista—, dejarían de concentrarse en candidaturas propias y de buscar la piedra filosofal que trueque división en unidad y jugarían la carta ciudadana. El PRD parece entenderlo.
Empieza a dejar atrás el discurso tradicional de nuestra izquierda, que reflejaba que su miedo a perder votantes cautivos era mayor que su deseo de atraer switchers. Postular candidatos externos y abanderar las causas de la democracia participativa hace rechinar el engranaje interno de cualquier partido, sin duda. Pero hoy por hoy da más de lo que quita.
Twitter: @abasaveAgustín Basave