Plaza de almas
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Soy una romántica. Así decía doña Mati: Soy una romántica. Al decir eso echaba la cabeza hacia atrás, como Greta Garbo en Camille, y guardaba luego un silencio grandilocuente. El problema es que doña Mati -abreviatura de Matilde- no se parecía nada a Greta Garbo. Ignoro cuánto pesaba esa famosa actriz, pero Doña Mati pasaba de las 10 arrobas. Uso esa medida de peso para no decir que pesaba más de 120 kilos, lo cual se oye poco digno. Cuando iba por la calle doña Mati los que venían en dirección contraria debían bajar al arroyo de la calle, pues ella llenaba toda la acera con su profusa humanidad. Tenía una gran papada, y el busto y el abdomen se le confundían en una misma voluminosa mole. Si se sentaba en su sillón el pobre mueble gemía con ese triste llanto de las cosas cuando abusamos de ellas. Pese a su peso, doña Mati era en verdad una romántica. Después de oír la Serenata de Schubert (¿Quién es el autor?, solía preguntar) se enjugaba con la puntita del pañuelo una furtiva lágrima, y al escuchar El seminarista de los ojos negros trataba en vano de ocultar sus emociones, pues por causa de los sollozos contenidos el copioso seno se le sacudía con movimientos sísimicos de 8 grados en la escala de Mercalli. Doña Mati tenía en su casa una tertulia literaria. Todos los jueves por la tarde, de 5 a 7, recibía a un selecto grupo de señoras y caballeros que gustaban de las cosas del espíritu. Los atendía con cortesía antigua, y acabada la sesión de poesía, canto y música les hacía el obsequio de una taza de chocolate y unas pastitas, decía ella con elegancia. Las tales pastitas eran galletas marías. A veces no faltaba algún importuno en la tertulia. Cierto día las muchachas Valdés llevaron a su padre, un labriego de nombre don Pacífico, originario y vecino de un rancho comarcano. En esa ocasión doña Mati leyó rimas de Bécquer. Con acento desmayado recitó aquélla de: Los suspiros son aire y van al aire. / Las lágrimas son agua y van al mar. / Dime, mujer: cuando el amor se olvida / ¿sabes tú a dónde va?. En medio del silencio que se hizo arriesgó solemnemente don Pacífico: Se va al carajo, creo yo. Y al amor que se va no hay que buscarlo. Hay que decirle: Muchas gracias, y al cabrón. ¡Ay, papá! âse apenó una de las hijas. Y la otra, a la concurrencia: Discúlpenlo, por favor. Es ranchero. Añadió él, sin turbarse: Lo que dije es la pura verdá. Doña Mati era viuda, según declaraba frecuentemente con voz de pesadumbre a la que añadía un suspiro hondo. Tenía una hija de edad indefinida: lo mismo podía tener 20 años que 40. La vestía como a niña, con vestidos ampones, calcetitas y moños de complicado barroquismo. Al hablar de ella, incluso en su presencia, decía siempre: Esa pobre huérfana. Y volvía la vista hacia una mesita esquinera en la cual conservaba el retrato de su difunto esposo, un señor de agradable rostro, frente despejada y bigotito fino. ¡Era un caballero! -decía siempre con otro suspiro pesaroso. Una tarde mi madre me llevó al cine Palacio. Tendría yo unos 10 años. Daban una película que se llamaba, lo recuerdo bien, Bailando en la oscuridad. Apareció de pronto en la pantalla un rostro que creí reconocer. Exclamé con el gozo y el orgullo de quien ha hecho un gran descubrimiento: ¡Mira, mamá! ¡El esposo de doña Mati!. No era, claro, el esposo de doña Mati. Era el actor Adolphe Menjou. De él era la fotografía que mostraba doña Matilde para decir que era su difunto marido. Al salir del cine mi mamá me dijo: Cuando vayamos a la casa de doña Mati no digas nada de esto. Sólo eso me dijo, sin darme explicación alguna para justificar el silencio que me pedía. Yo, sin entender nada, entendí todo. Cuando se está en edad de no entender se entienden muchas cosas. No es cosa de la razón. Es otra cosa. Entendí que debía callar. Yo quería a doña Mati, no sabía por qué. Ahora sí sé. Ahora sé cosas que a los 10 años no sabía. No muchas, pero sí algunas. Y nada dije nunca. Aquel día aprendí de mi mamá que a veces eso que llaman el amor al prójimo toma la forma del silencio FIN.