Palomeros de Palomas
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Don Antonio Dávila Rumayor tuvo el señalado privilegio de nacer en Arteaga. Nunca hizo jactancia de ese don; antes bien lo recataba y escondía, pues no es cosa de andar mostrando los blasones. El 2 de abril de 1948, señor ya de mucha edad, le escribió una carta a su sobrina, doña María Dávila de Valdés, quien por vivir en La Cruz, lejana población de Sinaloa, jamás había tenido la fortuna de conocer Arteaga. El retrato que de la Villa hace don Antonio para mostrarlo a la imaginación de su parienta es un rosario de piropos al solar nativo, una canción a la mujer amada, pero es también fotografía exacta, realista descripción que se diría salida de la pluma de Pereda, don Juan Valera o la Pardo Bazán. Leamos:
... Has de saber que el encanto más grande de nuestro pueblo lo constituye una acequia de agua que corre desde la partición hasta el tanque de La Cruz -en la actualidad convertido en alberca- y lo parte en dos como si fuera una gardenia deshojada, pues las casas que se encuentran a los lados siguen fielmente las curvas y quiebros de la acequia. Como si estuvieran enamorados de ella, los álamos, esos vetustos ahuehuetes del norte, al perseguir a la acequia en su camino fingen otra más grande, verde, que se divisa en lontananza y hacen que nuestra amada villa parezca un jardín en el celaje azul del firmamento.
... No faltan huertas de árboles frutales. Me recuerdan mi niñez, cuando en compañía de otros mozalbetes me robaba al salir de la escuela, por las tardes, la fruta de las tapias. El robo era difícil, el botín poco y el castigo grande, pues siempre la fruta estaba verde y producía unas diarreas tan fuertes que podía uno desbaratar una piedra bola azul enfocándole el chorrillo.... (NOTA: La última frase ya no parece salida de la pluma de Pereda, don Juan Valera o la Pardo Bazán).
El abuelito de don Antonio le había contado muchas cosas del rico pasado de Palomas. Ese abuelo fue don Agustín Rumayor: su firma está en el acta de fundación del Municipio de Arteaga. Su otro abuelo, el paterno, don Antonio Dávila Peña, fue alcalde de la Villa. A él le tocó la durísima tarea de implantar las ingratas Leyes de Reforma, entre ellas la que prohibía el uso de fuerza pública para cobrar las primicias y los diezmos pertenecientes a la Iglesia.
¡Qué apuro! Todo buen cristiano debía cumplir el mandamiento de pagar puntualmente esos tributos. A veces algún remolón se hacía el zompo y no se ponía al corriente con Nuestra Santa Madre. Entonces con dos gendarmes se le traía al curato y ahí se le amenazaba con todas las penas de este mundo y del otro. Con tan dulce amonestación nadie dejaba nunca de pagar.
Pero he aquí que ahora la ley misma impedía el uso de la ley para cobrar los diezmos y primicias. ¡Qué gran predicamento! Todos querían pagar, es cierto, pero el deseo se avivaba mucho con aquella coacción que ya no se podía usar. Por culpa de Juárez el señor obispo y el cura párroco iban a quedar privados de sus legítimas recaudaciones. Eso estaba muy malo. Pero tampoco era posible desobedecer la ley. ¿Qué hacer?
La gente de Arteaga ha conocido siempre el sutil arte de quedar bien con Dios y con el diablo. A petición de Su Excelencia y Su Paternidad âel obispo y el cura- el alcalde llamó al recolector de los diezmos, un sujeto conocido por el mal nombre de El Moyote, y lo nombró juez de la Sierra. Investido de ese poder civil el tal Moyote podía atornillar con la fuerza del Estado a quienes no cumplieran sus anuales obligaciones con la Iglesia.
(Continuará).