Oh, menajes.
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Sería bueno que la Secretaría de Cultura organizara un homenaje a Jesús Soltero, el locutor de televisión de Monterrey. Fue un personaje fundamental en el surgimiento de la llamada Onda Grupera, el último gran movimiento de la música mexicana en el siglo XX. Desde mediados de la década de 1980, en los estudios del canal 2 de Televisa Monterrey, impulsó a los solistas y las agrupaciones que escribirían la historia de lo que restaba del milenio anterior. Junto con Johnny Canales, quien transmitía desde Houston, Texas, fue el responsable del éxito de este movimiento en el norte de México y el sur de los Estados Unidos. Eran los tiempos heroicos del narco, también sus tiempos filantrópicos, hedonistas, ascensionales, cuando los millones de dólares circulaban libremente en ambos lados de la frontera y se convertían en música, en belleza adolescente, en mansiones griegas, en escuelas e iglesias para las rancherías de Sinaloa, de Durango, de Chihuahua, de Tamaulipas. Estaban muy lejos los años de fango y de ignominia, de cobardía y traición que se desatarían con el mandato de Felipe Calderón. Jesús Soltero y sus cohortes de hermosas chicas llenaban las pantallas de energía y de frescura, de una vitalidad que parecía cultivada en los jardines secretos del reino de Blanca Nieves. El acordeón y los shorts de esas mujeres, casi niñas, se convirtieron en los símbolos de una época de Jauja, durante la cual los varones norteños de los barrios suburbanos podían hacerse millonarios de la noche a la mañana, estrenar una pistola engastada de diamantes, subir a un helicóptero o a un avión e ir a divertirse a Las Vegas, con los jóvenes a Buenos Aires, a Madrid, inclusive a Melbourne en Australia. Nunca en la historia de este país el lumpen proletariado pudo codearse, con agresividad y entereza, con los jóvenes empresarios egresados del Tecnológico de Monterrey, del ITAM y del ITESO, en los mismos clubes nocturnos y hablando el mismo lenguaje de la globalización, de los trusts y los cárteles multinacionales, del capitalismo salvaje, periférico y subdesarrollado. No fue sólo el dinero del narco el que impulsó y convirtió a la Onda Grupera en un fenómeno cultural mundial, con repercusiones desde Argentina hasta Estados Unidos, Canadá, Francia y Alemania. Fue también Jesús Soltero, el Raúl Velasco de esos tiempos de fin de milenio y fin del mundo, el maestro de ceremonias de una época dorada, que inclusive en su epicureísmo nunca sintió temor ni repulsión por la muerte y la sangre. Su frase tabú: “Sí, sí, sí, qué buena onda”, era la palabra mágica, el ensalmo que condensaba toda esa sed de vivir, esa adoración del presente, desde el cual preferían no pensar en un mañana seguro de plomo y de cárcel. Este sólido conocimiento del porvenir permitía el disfrute del presente, para lo cual había dinero de sobra. Blanca Nieves y el rey Midas se habían conjurado para asegurarles todas las formas de la felicidad. Su otra deidad era la Santa Muerte, a la cual sacrificaban en la alta noche, después de haber gozado con el whisky más caro, el polvo de nubes y las muchachas de suburbio más bellas, más audaces y más descocadas. El trato cotidiano que los mexicanos, según reza la leyenda, tenemos con la muerte -sobre todo los pobres y los más trabajados, los que conocían el hambre, la frustración y la impotencia, los que no tenían estudios universitarios ni mayor porvenir- permitió esta curiosa mezcla de hedonismo y fatalismo, este lúgubre disfrute de los cinco sentidos. Robin Hood no robaba a los ricos para repartir entre los pobres, sólo les vendía droga a pasto y se botaba en seguida, en compañía del Pequeño Juan y del cura, las ganancias en cantinas y burdelitos de barriada, donde la vida nunca ha valido y el amor de las bellas Marianas es tan barato como una botella de whisky o un gramo de la propia mercancía.