Mirador
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Hay en el cementerio de Ábrego una tumba. Si la gente supiera oír lo que las tumbas dicen escucharía esto:
Yo fui el sepulturero del panteón. Nadie jamás supo mi nombre, y nadie se interesó por conocerlo. Era el enterrador y nada más.
Los niños me temían. Los hombres no me admitían en sus reuniones. Nunca tuve mujer: todas decían que olía a muerto, que parecía un zopilote.
Y sin embargo yo di sepultura a sus padres y abuelos, a sus hermanos, a sus esposos e hijos. A falta de cura yo era el que les decía una oración a los difuntos, y les echaba agua bendita que cada año iba a traer a la ciudad. ¿Qué recibía a cambio? Nada. Unas tortillas, frijoles, chile... Lo suficiente para que no muriera de hambre y pudiera seguir haciendo mi trabajo.
Ahora estoy viejo y enfermo, y ni siquiera sé quién me va a sepultar y quién me va a decir una oración.
No sé quién enterró al enterrador. Y ni siquiera sé si esto que escribí es una oración para él.
¡Hasta mañana!...