Minería: la doble extracción
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Si Ramón López Velarde viviera probablemente actualizaría uno de los versos de su poema emblemático. “El Niño Dios te escrituró un establo / y los veneros de petróleo el diablo”, escribió en su Suave Patria. En la vertiente diabólica habría que agregar hoy al otrora “palacio del Rey de Oros”, las minas. Porque en México la minería se ha convertido en una fuente de abuso a los trabajadores y de destrucción del medio ambiente. En el primer caso está claro que, mientras los empresarios multiplican sus inmensas fortunas, los mineros laboran en condiciones infrahumanas. En términos salariales, de salubridad y seguridad, de protección a sus familias, esa industria constituye una ominosa reliquia del capitalismo salvaje del siglo XIX. La tragedia de Pasta de Conchos es un tétrico botón de muestra.
Pues bien, ahora vemos cómo daña nuestro entorno la voracidad de los concesionarios de la minería. La mina Buenavista del Cobre en Cananea ha provocado el peor desastre ambiental minero en México. Dos ríos, el Bacanuchi y el Sonora, fueron contaminados por un derrame tóxico, y miles de familias sufren las consecuencias. La empresa es propiedad del Grupo México (GM), el mismo que a menudo exhibe las peores prácticas empresariales. A mí, francamente, no se me ocurre quién pueda ganarle en villanía. Basta observar su manejo de la crisis. En vez de aceptar su evidente responsabilidad y apoyar voluntariamente a las víctimas, alegó que el problema fue el exceso de lluvias. Pronto se supo que la verdadera causa fue el descuido y el mal diseño de las tuberías y se vio obligado a pagar. Muy poco, por cierto.
Ahora bien, GM no es el único explotador. De acuerdo con El Universal, “la quinta parte del país está concesionada al sector minero”. Ahí están otros cinco grupos, uno de los cuales, Altos Hornos de México, tiene una mina que controla un territorio del tamaño de Tabasco. También ahí anda de puntitas Blackfire, una minera canadiense cuyo proyecto en Chiapas fue clausurado “por violar normas ambientales” y cuya presencia se esconde hoy tras prestanombres. Una semana antes de la clausura, dice la nota citando el informe de un sindicato y dos ONG de Canadá, un activista antiminero fue asesinado y días después se presentaron en su país de origen acusaciones de corrupción contra la empresa. Y ni hablar de los Pocitos, también denunciados en este periódico. Por lo demás, si en el pasado fueron necesarios incentivos tributarios a la minería, ya no lo son. Celebro que la Reforma Fiscal haya incluido más gravámenes a las empresas mineras; deploro que puedan evadirlos o eludirlos.
Y es que el problema de fondo es la complicidad gubernamental. Hay depredadores porque el Gobierno Federal les otorga los permisos y solapa sus abusos y porque los gobiernos estatales se hacen de la vista gorda. Claro, en cuanto se desata un escándalo que provoca indignación social todas las autoridades se vuelven muy fieras para declarar contra el infractor. El gobernador de Sonora acaba de dar el ejemplo. Para contrarrestar las críticas contra su proyecto de acueducto —que ha generado un movimiento opositor yaqui— y las presuntas corruptelas que hicieron posible la construcción de una presa en su rancho particular, picó la cresta anticentralista en su estado. Pero ese juego requiere firmeza, y él reculó al primer revire del centro. Ni eso.
La minería mexicana es una industria doblemente extractiva. Extrae de la tierra la riqueza y, a cambio de un salario miserable, extrae de los mineros el trabajo y a veces la salud y hasta la vida misma. A ver si por lo menos en vísperas electorales el gobierno se decide a aplicar la ley a GM. Porque si persiste su lenidad frente al empresariado —como ya ocurrió ante los abusos cometidos por los propietarios de Mexicana y de Oceanografía— el electorado puede y debe pasarle la factura.
@abasave