Los Cristos de don Artemio
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De muchas clases los tenía.
Notable era la colección de Cristos de don Artemio de Valle Arizpe, cronista inolvidable que fuera de la que fuera Muy Noble y Leal Ciudad de México. De muchas clases los tenía: preciosos Cristos españoles semejantes a los labrados por el Maestro Mateo Valenciano; desgarrados Cristos que hacían los indios tlaxcaltecas de caña de maíz; Cristos ebúrneos de Manila, de cuerpo curvo tallado en un colmillo de elefante.
Ansia febril llenaba a don Artemio cuando sabía de un Cristo que podía añadir a su muy vasta colección. No descansaba entonces hasta conseguirlo: arrostraba mil y mil más dificultades; vencía todos los obstáculos; iba y venía sin descanso hasta gozar la inefable satisfacción de ver entre sus Cristos al nuevo que adquiría. Tiempo y caudal gastaba don Artemio en aquella tarea inacabable.
No era rico el Cronista, sin embargo, y por mucho que fuera el celo que ponía en aumentar su colección, mayor debía ser el que aplicaba al cuidado de sus exiguos ingresos de escritor. Menester era atender al sustento cotidiano. Así pues, se había hecho don Artemio un hábil comprador que conocía el alfa y el omega del arte sutil de regatear.
Cuando trataba con el vendedor sacaba mil argumentos contundentes para bajar el precio; fingía indiferencia; descubría con ojos aquilinos las tachas y defectos del objeto; hacía como que se marchaba, simulando con perfección de consumado actor un gran enojo por las desorbitadas pretensiones del marchante. Parecía, al final, que si compraba el Cristo don Artemio había hecho favor enorme al vendedor, librándolo de aquella cosa que no valía nada.
De uno de esos regateos tuve noticia yo, que afortunado, conocí a don Artemio en los años finales de su vida.
Supo él que un mercader de antigüedades, judío por más señas, tenía un Cristo hermoso de serena belleza sin igual. Fue a verlo don Artemio, y tuvo que hacer esfuerzos poderosos para no descubrir su asombro y entusiasmo ante la peregrina hermosura de la imagen. Si la compraba sería la joya más rica de su colección. Se apartó del deseado objeto sin embargo, se puso a examinar otros objetos, muebles, pinturas, naderías, y luego como no queriendo preguntó al comerciante que cuánto costaba el Cristo aquél.
âTres mil pesos âle respondió el judíoâ.
â¡¿Tres mil pesos?! âclamó don Artemio dando una fuerte vozâ. ¡Pero si uno de tus antepasados vendió el original en treinta monedas nada más!