La Santa Muerte
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Yo soy santero, lo he dicho muchas veces. Siento una extraña devoción por los santitos, en estos tiempos en que la Iglesia, con motivo de haberse vuesto cristocéntrica, tiene muy olvidados, y casi puestos en el desván de los trebejos, a esos buenos ejemplos de humanidad que son los santos. Incluso a más de uno expulsó del santoral sin otro pretexto que el de no haber existido nunca. En ese caso están San Jorge, San Cristóbal y Santa Bárbara Doncella. Tan escasas como están las doncellas, las pocas que quedaban nos las quitan.
A más de santero soy también pulguero. Me gusta ir a las pulgas, esos deliciosos mercaditos donde se encuentran todas las naderías. Uno de mis predilectos en Monterrey ha sido el de la Colonia Florida, por el rumbo de Revolución. Gente de mala leche le llama el mercado de la Jodida, pues se venden ahí cosas de segunda, y aun de tercera y cuarta. Pero todas son de primera, y a veces, entre la quincalla y rocalla que ahí abundan, se topa el visitante con alguna perdida antigüedad o con algún objeto curioso de esos que se compran sólo por el temor de arrepentirse luego de no haberlos comprado.
Un día, ya hace tiempo, fui al mercadito de la Jo... de la Florida. Lo mejor para llegar a él es irse en taxi, pues se corre el riesgo de no hallar estacionamiento: la pulga funciona únicamente los jueves y los sábados por la mañana, de modo que siempre está muy concurrida. Ahí se almuerza bien; cierta señora vende unas gorditas de arrumas que sólo en San Francisco de los Romo, cerca de Aguascalientes, he probado. Las arrumas son los asientos que quedan en el cazo después de que se fríen los chicharrones. Colesterol químicamente puro, y por lo mismo tentador. La palabra arruma, supongo, viene de arrumar, vocablo usado impropiamente en vez de arrumbar.
Tomé un taxi, pues, para ir al antedicho mercadito. Y me llamó la atención una imagen que el taxista tenía puesta sobre el tablero de su coche. La imagen era la de una calaca -pido perdón a doña Muerte por usar ese terminajo que sirve para designarla- vestida con largo manto que la cubría de la cabeza hasta los pies, y que llevaba la tradicional guadaña con que la muerte va segando vidas igual que el segador la mies.
Le pregunté al taxista qué imagen era aquella, y me dijo que era la Santa Muerte. Muy milagrosa, añadió. Él le debía la vida. Estando en un barrio malo de Los Ángeles, cuando andaba de mojado, unos pochos le dispararon tiros de pistola con intención aviesa. Él invocó a la Santa Muerte, y pudo ver cómo las balas se frenaban al llegar a él, y caían luego a sus pies, inofensivas.
En muchas partes veo ya imágenes de la Santa Muerte. La Iglesia quita unos santos y la gente inventa otros, no por apócrifos menos favorecidos. Los narcos tienen su propio santo, Jesús Malverde, objeto de un culto multitudinario en Culiacán. En un pueblo de Chiapas se venera a la Gioconda de Leonardo con el nombre de Nuestra Señora de Nequetejé. De ella habló Rojas González. Cuando un cura recién llegado pretendió quitar a la Mona Lisa del altar, la gente ya lo andaban linchando, y eso que ni siquiera había cámaras de televisión.
En fin, debo reconocer que esto de los santos es cosa que tiene muchos asegunes. El pueblo, sin embargo, no reconoce límites cuando se trata de rendirles culto. Ya lo dice un refrán muy mexicano: Échenle copal al santo, aunque le jumeen las barbas. De cualquier modo a mí me gustaría más que nuestra gente le rindiera culto a la Santa Vida, y no a la Santa Muerte.