La noria
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Yo le pregunto a don Abundio si lo que se cuenta de él es cierto. Y me contesta siempre:
—Son díceres de la gente.
Yo le pregunto a doña Rosa si lo que se cuenta de su marido es cierto. Y me contesta siempre:
—Es cierto.
Lo último que me contaron de don Abundio no tiene desperdicio. Me contaron que tuvo dimes y diretes con Petra, Juana y varias. Eso yo ya lo sabía. También sabía que cuando las vecinas le llevaban el chisme a doña Rosa, de que su esposo andaba poniendo en otras partes la parte que a ella le pertenecía, la altiva señora contestaba desdeñosa:
—No li’hace. Al cabo no es jabón que se gaste.
Don Abundio fue en su juventud un famoso galán. Todavía hoy quien lo mire sabrá que fue hombre apuesto, y eso que pasa ya de los 80. De joven era alto, bien plantado; con el fornido cuerpo de los varones de la sierra; los ojos claros, clara también la tez. Pero además de ser guapo era audaz. Adorno inútil es la majeza sin la audacia. Y tenía suerte en amores don Abundio.
Todo eso yo ya lo sabía. Lo que ignoraba —y me tenía intrigado— es cómo se las arreglaba aquel don Juan de rancho para que los maridos de las interesadas no le cayeran en sus refocilaciones. Nadie en el Potrero pudo explicarme eso. Y hasta donde he sabido jamás uno solo de los desventurados a quienes don Abundio les adornó la testa se enteró nunca de la liviandad de su mujer.
Uno de estos días agosteños llovió mucho en el rancho. Llovió toda la tarde, y aún llovía cuando llegó la noche. Cenamos en la cocina -hicimos carne asada en el fogón-, y a eso de las 10 de la noche las mujeres se fueron a dormir. El viejo y yo nos quedamos en la mesa. Veíamos en silencio arder el fuego. La luz se había ido; nos alumbraban sólo las rojizas llamas de la chimenea y el fulgor de una tremosa vela.
Yo serví otras dos copas del recio mezcal traído de la Laguna de Sánchez. Con ésta ya eran tres —o quizá cuatro o cinco— las que habíamos bebido. Entonces me animé y le hice la pregunta:
—Oiga usted, don Abundio: ¿cómo le hacía para estar con señoras casadas sin que los maridos se dieran cuenta nunca? Aquí todo se sabe, y los señores de esas señoras jamás supieron nada.
Don Abundió no respondió de pronto. Levantó su copa a la altura de los ojos. Ahí la detuvo, y se puso a mirarla al trasluz de la lumbre del fogón. Yo pensé que le había molestado la pregunta. Supuse que me saldría con alguna vaguedad, o que no respondería nada, como hace muchas veces. Cuando no quiere contestar, el ladino viejo simula que no oyó la pregunta. Me equivoqué. Don Abundio no estaba fingiendo: estaba recordando. Bebió con lentitud un trago, puso la copa de mezcal sobre la mesa y luego respondió:
—La noria, licenciado.
Yo no entendí. ¿La noria? ¿Qué tenía que ver la noria con el hecho de que ningún marido hubiera pescado nunca a don Abundio cuando éste estaba pescado con su esposa? Él mismo me dio en seguida la respuesta. Mañana te la diré yo a ti.
(Continuará).