La fortuna del mexicano
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Fue don Federico Castilla muy buen maestro del Ateneo Fuente, de Saltillo. Enseñaba don Federico la materia de Geografía, y era además prefecto de orden del Colegio. Bajo su cuidadosa vigilancia el viejo conserje de la escuela, Merejo, hacía sonar la campana que convocaba a los alumnos a sus clases. Diez minutos antes de las ocho de la mañana sonaba aquella campana clamorosa. Con su son se abrían las puertas del Colegio, y se cerraban con otra campanada diez minutos después, a las ocho en punto. Ya no se abrían para ningún alumno, ni para entrar ni para salir, sino hasta que otra campanada anunciaba las doce del mediodía. Debían los alumnos llevar saco y corbata. Sin saco no podían entrar, de modo que nadie se atrevía a presentarse sin él.
Y si alguien llegaba sin corbata don Federico le permitía entrar, pero luego, como castigo, con un mecate de ixtle le figuraba una que motivaba la risa y burla de los otros. He visto fotografías de los alumnos ateneístas de aquel tiempo. No parecen estudiantes: semejan señores de mucho respeto y mucho tono. Algunos hasta bastón llevaban. ¡Bastón a los 15 años! Otros lucen carrete, o sea sombrero de paja como los que puso de moda Chevalier en todo el mundo. Y no falta alguno con polainas, prenda muy elegante que servía para cubrir el empeine del pie y no dejar a la vista el calcetín, cuya vista se consideraba impropia, sobre todo a los ojos de las damas. Agustín Isunza Aguirre, en un libro lleno de nostalgias, El Ateneo de mis mocedades, evoca aquel Ateneo de los años veintes e iniciales treintas.
Perteneció el licenciado Isunza Aguirre a la última generación que estuvo en el viejo colegio de la placita de San Francisco y primera que pasó al flamante edificio construido por don Nazario. Muy alejado estaba ese edificio del centro de la ciudad: en un recorte de prensa que conservo de algún periódico de la época se dice que el nuevo Ateneo estaba en un punto situado entre las ciudades de Saltillo y Monterrey. De esa manera irónica el anónimo redactor hacía la crítica del lejano punto -no daba ahí la sombra de la Catedral- que don Nazario escogió para erigir el nuevo recinto ateneísta. De aquella generación, la última de la placita de San Pancho, formaron parte también otros ateneístas distinguidos: don Arturo Moncada Garza, maestro mío muy querido; Federico Elizondo Saucedo, escritor de grandes méritos; Santiago Roel García, regiomontano que tan altos vuelos alcanzó en la vida política de México; Policarpo Cárdenas; Enrique Molina Cavazos; Jesús Juárez García, de tristísima muerte prematura, y otros.
Ellos guardarían memoria siempre de don Federico Castilla, fino señor, muy digno caballero, maestro de excelencia. Isunza Aguirre lo evoca, además, como un tomo de humorismo ingenioso, y recuerda esta picaresca contestación que dio el maestro a alguien que lo saludó al pasar: -¿Cómo está, don Federico? -Como todo mexicano: muy contento y muy ufano con dos talegas y pico.