La feria
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Una fila compuesta por animados niños, adultos mitad entusiasmados, mitad desencantados, y señores y señoras mayores de espíritu aventurero. Pese a tener una suerte de cansancio en el rostro, la emoción de predecir los momentos venideros difumina un poco el desencanto de los adultos. Los pequeños insisten en preguntar una y otra vez por qué la fila demora en avanzar. Mientras, un par de jóvenes mira los carteles de las promociones del Teatro del Pueblo, una mayoría que parecieran ser de música grupera. Quién está hoy? No sé. Los veo y de todos modos no los conozco. Dice que Río Roma. No parece ser grupero, vuelve a la carga el compañero. Quién sabe, se da la lacónica respuesta.
La fila adelanta y los niños se emocionan todavía más al ser privilegiados por el tío con su boleto personal de pase. Orgullosos lo muestran a la señorita que recoge los pases en la entrada. Su cara de fastidio se rinde un instante cuando ve la alegría de estos niños que pareciera van a la Feria por primera vez en su vida.
No dejan de sorprenderse de la cantidad de puestos que hay. La música, el color, la viveza de los vendedores, las luces y aromas que despide cada local. Magia a cada paso; encanto en cada encuentro. Conforme se avanza, se transforman los escenarios: las chucherías que brillan como oro y plata ante la iluminación de aquellos anticuados focos en forma de pera; humeantes churros que se ostentan como rellenos; evanescentes algodones en las tonalidades del azul y rosa; cachuchas y máscaras; figuras de caballos montados por jinetes que avanzan a velocidades vertiginosas encaramados en alambres, esperando el estímulo de los asistentes de la feria; pececitos de plástico flotando en el agua que aguardan ser rescatados por niños maravillados, que como premio reciben ya un rompecabezas, ya un pececito de verdad en bolsa transparente, que mira con ojos angustiados desde su prisión.
Decenas de locales antes de llegar a la fascinación de los asistentes: el despliegue de los llamados Juegos mecánicos. La Rueda de la Fortuna aunque parece la más inocua, no obstante, resulta ser la más llamativa, la que lleva en sí misma la imagen emblemática de la Feria. Es ella el signo representativo de toda Feria que se respete. Pese a tener como acompañantes al temible Martillo o llamado Spider âigualmente espectacular y de hipnótico terrorâ la de la Fortuna favorece miradas de atracción y de emoción.
Ahí están los Carritos chocadores, donde, al igual que ocurre en la ciudad, se desarrolla un espectáculo digno de la jungla de asfalto, donde el más vivo es el que más ganancia saca. Un grupo de personas espera ansioso termine el turno de sus antecesores y se lanzan frenéticos a conseguir su auto, entre empujones y/o groserías. Así, cada turno, sin la supervisión de quien sólo se contenta con sacar adelante el boletaje.
En fin, un prietito en el arroz en un lugar en donde, en general, lo común, por fortuna, se presenta lo contrario. Reina, en cierta parte del recorrido, el griterío de los merolicos que por 500 pesos ponen en oferta las tradicionales cobijas cuyas figuras son leones, osos o venados, de utilidad para el invierno próximo; compiten con la voz de aquellos que con rapidez y habilidad colocan piezas de vajillas de barro, pintadas primorosamente, en vistosos botes de plástico.
La quiero, dice con determinación una esposa a su pareja. Éste levanta la mano y entonces el vendedor nota su presencia. A él se dirige con ánimo triunfador, esperando alentar la venta en más y más familias que se desplazan rumbo al Parián para la cena, que significa ya el cierre de la visita.
Alcanzarán, sin embargo, más tarde, al dueto anunciado en la entrada, el Río Roma. ¡Levanten la mano todas las solteras que hay aquí. Y muchas féminas, emocionadas, cumplen la orden, para, acto inmediato, corear con sus voces las piezas con que aquellos llaman al amor y al sentimentalismo más alambicado.
La Feria de Saltillo, en otros tiempos, representativa de nuestro norte. Hoy, una buena fiesta para gozar, para divertirse. Siempre en temporada de lluvia, no se amilana el espíritu que la anima.
Continúa así hasta el 6 de agosto, cuando entonces tenga lugar el otro festejo, éste de raíz religiosa: la llegada, en aquel año de 1608, de la emblemática y sencilla figura de pasta de caña, el Santo Cristo de la Capilla. Festejos que ya iniciaron su novenario. Bienvenidos, pues.