La casa Purcell <br> Un hermoso sitio
COMPARTIR
TEMAS
La casa Purcell existe porque existió la Casa Purcell. Quiero decir que de la poderosa empresa que don Guillermo hizo salió esa linda construcción cuyas puertas se abren ahora para que en ella entre su nueva propietaria: la comunidad.
Flor de nostalgia es esa casa, y flor de orgullo. La levantó aquel recio irlandés a imagen de las mansiones donde vivían los ricos en su país natal. Le puso los tejados de modo que la nieve se deslizara por ellos, aunque acá muy rara vez nevaba, y la llenó de chimeneas para hacer frente a los inviernos que en Irlanda duraban mucho, y eran inclementes, y acá no tanto, y eran más benignos.
También le puso a su casa don Guillermo un balconcillo al cual salía por la mañana, vestido con batín de seda, pipa en mano, para echar una ojeada de dueño sobre la ciudad. Don Teófilo Martínez, minero él, soñaba con encontrar la veta madre. Quería ser inmensamente rico.
-¿Para qué, don Teófilo? -le preguntaban.
Y contestaba él:
-Para hacerme una casa mejor y más lujosa que la de don Guillermo Purcell. La levantaré al lado de la suya, y le pondré un balcón más alto. Cuando el señor Purcell salga en la mañana a su balcón yo saldré al mío, y desde arriba lo mearé. Don Guillermo levantará la vista, y me preguntará muy respetuosamente, y lleno de aflicción: Señor don Teófilo: ¿por qué me mea usted?. Yo le responderé con tono despectivo, dándole la espalda: ¡Por pobre!.
¿Qué fue de la inmensa fortuna de don Guillermo Purcell? A su riqueza le sucedió lo que a todas las de este mundo: se volvió polvo, cenizas, humo, nada... Sólo queda un retrato del magnate. Nos ve con mirada displicente, como a cosas que nunca le interesó comprar. También el recuerdo de las señoritas Purcell es un vago esfumino. Tenían una huerta por la calle de los Baños, ahora Murguía, cerca de la Alameda, y solían ir a ella por las tardes, para tomar el té y merendar. Jugaban también ahí un extraño juego que se llamaba tenis, que nadie aquí conocía y menos practicaba. En esa huerta nadaban, cuando jóvenes, en una pila de agua fría, vestidas con bañadores que las tapaban desde el cuello hasta los pies, pero de cualquier modo hacían salir al jardinero y al cuidador de la casa, para que no las vieran. Jamás casaron las señoritas Purcell. ¿Con quién podían casar que fuera de su fortuna y condición? El dinero las condenó a la soledad.
La casa Purcell es ahora patrimonio de todos los saltillenses. Nadie sabe para quién trabaja, dice un escéptico refrán. Eso se aplica a los que trabajan mal, sólo para sí mismos. El que trabaja bien sí sabe para quién trabaja: trabaja para el bien de los demás. Al trabajar para ellos trabaja para sí mismo, pues quien procura el bien del prójimo consigue eso que antiguamente se llamaba salvación.