La apuesta vaticana
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Enrique Berruga Filloy
En un acto temerario y pocas veces visto, el Papa Francisco hizo el intento de cambiar las relaciones de la Iglesia con los divorciados, las parejas en unión libre y los homosexuales. Era una apuesta que de entrada no podía ganarse. A los cardenales y obispos conservadores les parecía que iba demasiado lejos y a los liberales que se quedaba demasiado corta. La única alternativa que le quedaba al Pontífice argentino era invocar el argumento del interés y el fortalecimiento de la Iglesia. Al final, los esfuerzos de reforma fueron derrotados por la corriente más conservadora.
El Papa y sus seguidores más pragmáticos están conscientes de que la Iglesia católica está perdiendo fieles, tanto en números totales como en compromiso hacia la fe. Están conscientes de que necesitan hacer transformaciones importantes para modernizarla y acercarla a las preocupaciones cambiantes de la sociedad. Y aquí vino el gran choque de visiones: el Papa cree que la Iglesia tiene que ajustarse al mundo; los conservadores piensan exactamente lo contrario, que el mundo tienen que ajustarse a lo que dicta la Iglesia. Más allá de los temas del divorcio o la homosexualidad, este era el debate de fondo.
El punto es que está visto que los gays no van a dejar de serlo por temor a ser rechazados por la Iglesia. Lo mismo pasa con los divorciados: los que así lo prefieran, volverán a casarse sin que les resulte prioritario recibir o no la comunión. Así lo están haciendo todo el tiempo. Quienes vivan dentro de un matrimonio disfuncional e infeliz pensarán antes en la manera de ponerle punto final, que en las consecuencias que pueda tener para sus relaciones con la Iglesia.
La corriente renovadora piensa que es necesaria una estrategia de acercamiento hacia este tipo de personas. Y aunque su postura fue derrotada en el sínodo reciente, deberían tener razón. Resulta incongruente que un reo que purgue condena por homicidio, por violación o por secuestro mantenga íntegros sus derechos religiosos, mientras que âcomo se dijo durante el Sínodo en Romaâ una madre que ha sido abandonada o golpeada por su marido no tenga espacio en el seno de la Iglesia si comete la falta imperdonable de casarse con alguien que la quiera, la proteja y la respete. Resulta poco comprensible.
Detrás de la postura conservadora se encuentra la idea de que una de las funciones primordiales de la Iglesia es la de determinar la conducta y el comportamiento de los fieles. Por ello es natural rechazar que las sociedades sean las que condicionen la doctrina de la Iglesia. Pueden tener razón en argumentar que cada club tiene sus reglas y si quieres ser parte de él, las aceptas o estás fuera. El problema es cuando el club va perdiendo socios y atractivo para que ingresen nuevos miembros. En esos casos, el problema es para el club, que a la larga dejará de tener afiliados, cuotas y actividades.
Las mujeres que componen más de la mitad de la humanidad no fueron materia de discusión en este sínodo. Quizá con buen tino de parte del Papa Francisco, pues cualquier intento de modificación a su estatus habría sido igualmente derrotado. El avance de las mujeres en los negocios, en la política, en la educación o las ciencias no ha sido registrado debidamente por la Iglesia católica. Muchas mujeres encuentran inaceptable que no puedan ejercer el sacerdocio, como ocurre en otras ramas del cristianismo. A otras les parece ofensivo que la mujer tenga un papel tan irrelevante en la doctrina: como un apéndice salido del hombre o como las que conducen a los hombres por los caminos del pecado. Si de ampliar la base de fieles se trata, revisar el papel de las mujeres sería aún más relevante que los cambios que se proponían para los homosexuales y los divorciados.
Al interior de la Curia Romana, el sínodo convocado por Francisco dejará heridas considerables. Claramente quedaron identificados los ganadores y los perdedores. El Papa sonó la voz de alarma sobre una Iglesia en crisis y su llamado fue desatendido. Sus propuestas de reforma pueden haber estado, si se quiere, todas equivocadas. Pero en lo que está en lo correcto es que la Iglesia necesita realizar cambios profundos en la manera de acercarse a las sociedades modernas. Ya veremos en los próximos años qué tan hábil es el Papa como negociador y como político. Por el momento ha dejado en claro que la responsabilidad de la buena marcha de la Iglesia en el futuro caerá en los hombros de quienes tuvieron la oportunidad de modernizarla y la dejaron intacta.