Imponer el orden
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Capronio encendió un cigarro en el interior de la farmacia. La encargada le dijo: No puede usted fumar aquí. Alegó el incivil sujeto: Acabo de comprar los cigarros aquí mismo. Replicó la mujer: También vendemos condones, y no puede usted follar aquí
El señor Altehr estaba en el lecho de su última agonía. Pasaba ya la medianoche, hacía un frío terrible, soplaba un viento gélido y caía una nevada intensa. Con voz débil el enfermo le pidió a su esposa: Llama a un cura. ¡Chollile! âse escandalizó la señora-. ¿Por qué quieres que llame a un cura? ¡Somos judíos!. Precisamente ârazonó el señor Altehr-. En una noche como ésta no voy a sacar de la cama a nuestro amado rabino
Don Martiriano, el abnegado esposo de doña Jodoncia, fue a una despedida de soltero. Llamó por el celular a su consorte y le dijo con voz atribulada: Pensé que la fiesta sería sólo para hombres, pero hay aquí mujeres de dudosa condición. ¿Qué puedo hacer?. Le respondió doña Jodoncia: Si crees que puedes hacer algo ven acá inmediatamente
Tuve amistoso trato con don Gilberto Rincón Gallardo en los años finales de la vida de ese gran luchador social. Me viene a la memoria el relato que solía hacer, con ironía no exenta de tristeza -o con tristeza no exenta de ironía-, de las acusaciones que en el 68 le hizo el Ministerio Público para fundar el auto de formal prisión que lo llevó a la cárcel. Entre los diversos ilícitos que se le imputaron âentre ellos aquel temible instrumento de la represión que fue el delito de disolución social-, estaba el de haber arrojado piedras, según declaraciones de testigos fehacientes, a la policía y sus vehículos. No tomó en cuenta el fiscal persecutor que desde su nacimiento don Gilberto estaba impedido de los brazos. Con la grave limitación que padecía era imposible que pudiera lanzar piedras. En la narración de este ameritado mexicano tuve una evidencia más de los extremos a que puede llegar el aparato del Estado para reprimir o castigar a quienes se le oponen. Los excesos de ese Leviatán pueden ser mayores que los de cualquiera de los individuos que forman su cuerpo, según el expresivo dibujo en la carátula del libro que hizo famoso a Hobbes. Durante las recientes manifestaciones motivadas por la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa hemos visto acciones de violencia injustificada por parte de los llamados anarcos y de otros individuos del mismo jaez. Contra esos actos los mexicanos hemos pedido la aplicación recta de la ley, pues no se debe permitir que se instauren en la vida comunitaria los males que derivan de la intención de establecer el caos, de revolver el río para ganancia de ocultos pescadores. (Permítanme un minutito, por favor. Voy a anotar en mi cuaderno esa última frase âla del río y los ocultos pescadores- a fin de usarla en algún concurso de oratoria). Al aplicar la ley, sin embargo, el Estado no debe cometer abusos, pues entonces él mismo se aparta de la ley, y lo que ha de ser legalidad se vuelve represión. Por ningún motivo el régimen actual debe incurrir en demasías al tipificar los delitos atribuidos a los manifestantes o al imponerles las correspondientes penas. Hay en la sociedad âen toda la sociedad- una gran indignación por los sucesos recientemente acontecidos, y por las evidencias de corrupción generalizada. Si no quiere que aumente esa crispación social el Gobierno debe imponer el orden jurídico, pero apegándose estrictamente a él. En su triunfalismo la administración actual ha hecho menosprecio de la legalidad. No puede darse ya el lujo de desdeñarla. El costo de apartarse de la ley sería grandísimo Le dijo el paciente al cirujano: Estoy muy nervioso, doctor. Es mi primera operación. Entiendo su nerviosismo ârespondió el galeno-. Yo estoy tan nervioso como usted. También es mi primera operación
Don Poseidón, granjero de edad madura ya, le contó a su vecino que su toro semental había perdido el ímpetu amoroso. Llamó al doctor Herrioto, el veterinario del pueblo, y éste le untó al animal un ungüento en los testes, dídimos o compañones, lo cual hizo que el toro cobrara de inmediato un ímpetu extraordinario, y diera buena cuenta de seis vacas seguidas. Preguntó el vecino: ¿Qué ungüento es ése?. Contestó don Poseidón: No sé cómo se llama, pero se siente calientito FIN