Hay de ladrones a ladrones
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Hablando de ladrones de cuello blanco y la aplicación amafiada, mañosa y mezquina, del Código Penal, Raúl Salinas de Gortari, por citar solo el caso más reciente, un mediodía mis editores me enviaron al penal para que entrevistara a un pobre albañil al que habían encarcelado por robarse, hágame usté el favor, cuatro huevos de una tiendita de barrio.
Era un mediodía, ya lo dije, pero lo que no he dicho es que era un mediodía nublado, un mediodía como cualquiera en que llegué a la prisión y pedí al director que me permitiera platicar con el desdichado reo.
Sin mayor trámite y con un dejo de indiferencia, la autoridad del presidio me dejó pasar, escoltado, yo diría más bien que vigilado, por dos custodios, uno a mi derecha y otro a mi izquierda.
El hombre, el albañil ladrón de los cuatro huevos, me indicaron, estaba en el área de indiciados y hasta allá fuimos.
Cuando llegamos a esta zona lo que vi detrás de la puerta de la celda fue a un hombre moreno, más o menos escuálido, de cabello crespo y en cuyo rostro se dibujaba una expresión de inocencia mezclada con ingenuidad y aderezada con cierta triste alegría o resignación. No sé cómo decirlo.
Lo llamé, le dije que quería platicáramos sobre su atraco, el robo del año, cuatro huevos de una tienda de la esquina, que fue portada en los periódicos de sucesos de la ciudad.
Manso se acercó a la puerta de la celda, sonreía, pero no era una sonrisa como la del criminal Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, el día que lo agarraron, yo diría que era una sonrisa dócil, franca y hasta como… de inocente camaradería.
Le pregunté por qué se había robado esos huevos y a mi pregunta básica, me contestó con una respuesta básica también: porque tenía hambre y eso era todo.
Me contó que había ido a la tiendita y fingiéndose un cliente más, aprovechó un descuido de la doña dependienta para sustraer los cuatro huevos.
Pero algo le salió mal, su suerte le hizo una mala pasada, que cuando la doña se dio cuenta del robo y él quiso escapar corriendo de la tienda, salió una patrulla, vaya usté a saber de dónde, y lo pescaron con los huevos en las manos, valga la expresión.
No tenía para comprar cuatro huevos, menos iba a tener para pagar la multa y ahí estaba encerrado, aguantando, aguantando, no sabía hasta cuándo, en aquella fía y pestilente celda con camastro de cemento y letrina incluida.
Quién sabe qué sería de aquel hombre al que por cuatro miserables huevos le cayó todo el peso de la justicia, de la ley.
¿Surrealista, no?