Gabo: el poder de la palabra
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Aquella bicicleta providencial no lo atropelló a los 12 años.
Un sacerdote le gritó a tiempo: ¡Cuidado! y el ciclista cayó al suelo pero Gabo salvó su vida Conoció desde entonces el poder de la palabra. Ciertamente hay una Palabra que salva.
No todos sabemos qué tanto llegó a su vida ese oportuno grito de revelación que evita el más letal atropellamiento.
Quien abogó por la jubilación ortográfica del idioma español dejó muchas páginas escritas con las jotas y las ges sin armisticio y los acentos inútiles y las letras bilabiales y labiodentales que nombran al burro y a la vaca, sabiendo que sobra una de sus letras iniciales.
Para el escritor colombiano el atropello final del jueves santo no fue ciclista. Fue solo la raya -más tajante que el rayo- que señala el límite del tiempo disponible para vivir con pasos terrenales.
Parece que Gabo no pidió -como Vasconcelos en sus postreros días- un par de alas de arcángel para las aventuras del porvenir. Incineración de sus restos y homenaje en Bellas Artes serán las honras fúnebres, con preámbulo de privacidad.
Deja legado de gran talacha fatigosa y tenaz. Queda en su historia la cúspide pisada al recibir el Nobel en Estocolmo. Y pudo vivir su vida para contársela a sus amigos. Magia y realidad se trenzaron en su obra haciendo que sus sueños se salpicaran de vigilias de imaginación.
La centenaria soledad y el amor en tiempos de cólera y el coronel lector, de quien él escribió, siguen ahora en manos y ojos y fantasía de sus lectores dispersos en la Babel que entreteje todos los idiomas. Su pluma -ahora inmóvil- ya no garrapatea, como en los días calurosos de París, cuando encendía en su cuarto el calefactor para escribir sudando y sentir, en su piel, el clima caribeño.
El poder de su palabra salvó a muchos de la soledad. Ahora, muchos esperamos que algún cura amigo le haya dicho a tiempo la Palabra salvadora y esté ahora en eterna compañía, en la perfecta amistad, libre ya de todo atropellamiento existencial