Falsos beatos
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En esta esquina, la inminente canonización de los Papas Juan Pablo Segundo y Juan XXIII; en la otra, las pruebas de que uno y otro solaparon con silencio -más criminal que negligente- al cabroncete ese de Marcial Maciel.
Según información de Associated Press, los informes sobre abusos sexuales, uso de drogas y la doble vida del fundador de los Legionarios de Cristo llegaron al Vaticano desde 1948.
Cada Pontífice desde entonces estuvo al tanto del proceder de Mamarcial Mamaciel, incluyendo a los dos santitos en ciernes, de manera que sobre cada uno en su momento recayó la decisión de obrar en consecuencia o cruzarse de brazos y no hacer absolutamente nada. ¿Y qué cree? Optaron por lo segundo y no obstante están a punto de ocupar un privilegiado sitio en los altares católicos.
Sucede que en su calidad de fiambres, hoy los pontífices gozan ây ellos como nadie- de ese extraño e inmerecido privilegio que ya es consabida escena cada vez que alguien se vuelve cliente del SEMEFO: que sus pecados, vicios y omisiones caen en un deliberado olvido que más tiene que ver con la hipocresía que con la desmemoria.
Por supuesto, es normal que el dolor de una pérdida eclipse los detalles menos decorosos de una biografía que llega a su capítulo final. Así, es normal por ejemplo ver viuditas llorándole al viejón difunto que no obstante era un alcohólico contumaz, mujeriego incorregible, perfecto bueno para nada y americanista de clóset.
¡Pobrecito! ¡Tan bueno que era!.
De alguna manera, los deudos se sienten obligados a encomiar aquella vida aunque sólo haya venido al mundo a causar vergüenza, pesar y aflicción. ¿Por qué? No lo sé. Temor a Dios, o a que el occiso nos escuche desde el Más Allá y regrese a perturbar nuestras horas de reposo y, como se dice coloquialmente, jalarnos de las patas.
Bueno, quizás sólo sea una graciosa consideración lo de ser amable con el muertito, después de todo por fin dejará de joderle la existencia al prójimo, así que podemos correrle sin mayor problema esa y otras cortesías tales como enviarle una corona, publicarle una esquela o hasta encargarnos de la viudita en cuestión. Cada quien.
Sí, pero las figuras públicas, aquellas cuyas acciones impactan para bien o para mal la vida de mucha gente, esas cuya influencia venturosa o nefasta se deja sentir en el rumbo de los acontecimientos por cotidianos que sean, no pueden ser tratados con la misma condescendencia.
Dichas personas caen en una categoría aparte y no podemos tan fácilmente hacernos de la visión obesa (diría Dehesa) con su historia negra.
Digo que no podemos cuando lo que quiero decir es que no debemos, porque vaya que con frecuencia obviamos una vida malandrina y nos tragamos las verdades con tal de no quebrantar los protocolos.
Claro, no se trata de ensañarse con quien ya no está para defenderse, ni de hacer más penoso el trance para los deudos; pero tampoco es cosa de quemarle incienso y cantarle loas al que con pleno conocimiento de causa y bien consciente de sus actos como de sus consecuencias, procedió en contra del interés público y el bien común.
¿De quién hablábamos?
¡Ah, sí! De los Papas, ¿verdad?
Pues no sé usted, pero yo aborrezco que personajes que deberían ser objeto aun de un minucioso escrutinio biográfico para sopesar contribución versus perjuicio en espera de un veredicto postrero, libren cómodamente este trámite y accedan por fast track y sin mayores cuestionamientos al catálogo de ilustres sólo porque ya no se cuentan entre los vivos.
¡No, lo siento! Si la corrupción marcó una vida y ésta llega a su fin, bien por el interfecto que ya libró al menos la justicia terrenal y sería yo el primero en pedir respeto para sus deudos y gente amada.
Pero insistir en volverlo santo y mártir apunta a que sus apologistas fueron sus cómplices o bien, a que son tan timoratos que no pueden afrontar objetivamente vida y muerte.
Además, y siempre refiriéndonos al ámbito público de una vida, la glorificación de una trayectoria cuestionable es una auténtica mentada de madre para quienes, bajo las mismas presiones, carencias y necesidades que a todos agobian, se conducen intachablemente sin salirse del carril de la honestidad.
Nuestras instituciones, eclesiásticas, políticas, gubernamentales no deberían obviar lo anterior. Así viviríamos en un mundo más justo, uno en el que fuéramos conscientes de que nuestro epitafio lo escribimos de poco a poco, cada día de nuestras vidas.
petatiux@hotmail.com