Encuentros.
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Un Encuentro Internacional de Poetas es siempre un evento de envergadura, sea cual fuere la ciudad que lo organiza y la cantidad de público que finalmente convoca. No estuve en el encuentro que tuvo lugar en Morelia, a principios de la década de 1980, cuando el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas gobernaba Michoacán. Desde Saltillo, estuve al tanto de sus vicisitudes, durante una semana completa, a través de las páginas del periódico Unomásuno. Era la primera vez que un evento de esta naturaleza y de esta magnitud tenía lugar en México, y se organizó con toda la mano. La cabeza logística visible era el poeta michoacano Homero Aridjis, quien recién había dejado el puesto de embajador en los Países Bajos. Entre bambalinas, era perceptible también la mano y la influencia de Octavio Paz, embajador jubilado en la India y amigo cercano de muchos de los poetas participantes. Las fotografías de todos estos aparecieron en la sección cultural de Unomásuno –todavía no se desgajaba de sus entrañas el periódico La Jornada- : poetas que yo apenas conocía de nombre o que jamás había escuchado en mi vida. En las páginas del mítico suplemento cultural “Sábado”, aparecieron durante varias semanas, previas y posteriores al encuentro, los deslumbrantes poemas de muchos de ellos. Era una súbita puesta al día en la poesía internacional, de la cual me beneficiaba desde Saltillo, por entonces una oscura ciudad de provincia. Años después, en 1987, tuvo lugar una réplica de dicho encuentro en la Ciudad de México, también bajo las sombras tutelares de Homero Aridjis y Octavio Paz. Para entonces yo me había trasladado a vivir a la megalópolis. El Festival de Poetas de la Ciudad de México fue un evento contradictoriamente masivo y fastuoso. Se intentó organizar un evento de élite, pero en el De Efe, por más tiránicamente selectivas que quieran ser las autoridades culturales, tienen que imprimir no menos de diez mil invitaciones. Un atentado ecológico, llevado a efecto sólo para no desairar a una masa de analfabetos funcionales, soberbios y susceptibles, quisquillosos en la medida de su propia ignorancia. Como otros centenares de personas auténticamente interesados en la poesía, yo no pasé de las escalinatas del Teatro de la Ciudad, desde donde vi pasar durante tres días a los mejores poetas del mundo, abriéndose paso entre los cláxones, la llovizna y la ceniza de aquella apocalíptica urbe. En mi cuarto de azotea pude escuchar sus voces, a través de Radio Educación y Radio UNAM, que transmitían en vivo lo que para mí se convirtió en un encuentro virtual. Hace una semana, tuvo lugar en Saltillo un evento de esta envergadura, que tuvo proporciones más reales y más humanas. El Gobierno de Coahuila realmente invirtió poco dinero para llevarlo a efecto, si consideramos la nobleza de esta clase de eventos, la calidad intrínseca de sus participantes y las repercusiones que suelen tener en el corto y mediano plazo, en una ciudad culta y receptiva como lo es Saltillo, pausada pero largamente sensibilizada a la cultura por sí misma y por obra de las instituciones, desde hace más de un cuarto de siglo.
Diario de un nihilista