El vacío insoportable
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Aquel primer Sábado Santo estaba lleno de un vacío insoportable. Las esperanzas en el reino generadas por Jesús se derrumbaron con sus torturas y su crucifixión. La cruz vacía y solitaria que se recortaba en el horizonte del Gólgota y el sepulcro custodiado por los soldados anunciaban el fracaso del Nazareno y su misión.
Cada apóstol salía de su escondrijo acobardado y temeroso de ser identificado como discípulo de Jesús. Cada uno vivía el fracaso de sus creencias y esperanzas. Jesús estaba muerto, se acabó el compromiso con Él.
Tomás tenía ya su solución preferida: Ya no creo. Pedro estaba abrumado por su culpa y sus negaciones, en triplicado para que no quedara duda de cómo el miedo vuelve cobarde al más valiente. Santiago vacilaba entre su lealtad a la Antigua Alianza de Moisés y los profetas, y la Nueva Alianza de la sangre de Jesús ahora muerto.
Juan no tenía tiempo para pensar en incertidumbres, estaba ocupado atendiendo a la madre de Jesús. No comprendía de dónde ella sacó fuerzas para soportar las torturas de su hijo, y cómo pudo estar de pie junto a Él, un crucificado que se le iba muriendo poco a poco en una agonía por donde se vaciaba la sangre y la vida.
Ahora estaba todavía más sorprendido por la serenidad de su dolor y por su fortaleza en su sufrimiento. Ella escuchaba pacientemente las noticias, las dudas, los miedos y las angustias de los Apóstoles. Notaba sus cautelas y sus miradas de fugitivos, sus precauciones para salir y entrar al recinto donde se congregaban. Sus interpretaciones de la tragedia, sus recuentos del proceso político, de la compra de influencias, de la manipulación de las masas.
Pero la madre de Jesús ni se consolaba ni se perdía con estas incertidumbres. Era la única que no estaba vacía a pesar de la pérdida de su hijo. A todos se les había muerto Dios junto con el crucificado y se habían quedado vacíos de Dios. Ella lo había tenido en su vientre y en su corazón y ahora ni la muerte se lo había arrebatado. Mientras que los apóstoles estaban vacíos y desesperados, ella se fortalecía con lo invisible de su fe y la confianza en su esperanza. Esperaba en su dolor lo que su hijo había dicho categóricamente: Yo soy la Resurrección y la Vida.
El mayor problema de los cristianos es que vivimos la mayor parte del tiempo en un Sábado Santo de vacío de Dios interminable y lleno de angustia. Cada día nos torturan y derrotan los fracasos reales, las tragedias e injusticias tan inumerables como las noticias de la prensa, y nos dejan un vacío de Dios que mata no solo al espíritu que descubre lo invisible, sino la esperanza en el cambio, la evolución y la resurrección.
Ojalá que no nos estacionemos en estos Sábados Santos que forman parte de la cultura moderna, para que la fe en el Jesús resucitado llene el estéril vacío de Dios.