El sueño educativo en México
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Si de verdad nos importara la educación institucional en este país, los profesores no desperdiciarían un tiempo precioso en la escuela, los directivos no se comportarían como cancerberos del régimen nazi, los funcionarios no adoptarían actitudes prepotentes y dictatoriales y los padres de familia se ocuparían en atender las necesidades escolares de sus hijos. Pero en México la vida es tan folklórica y mágica que todo sucede de manera digamos pintoresca.
¿Quién puede creer aquí que una reforma educativa es realmente educativa? Nadie, por supuesto. Todos sabemos que se trata más bien de una reforma laboral, de un ajuste laboral, para ser más preciso. Pero nuestro sincrético espíritu novohispano nos impele a continuar con la simulación, una simulación que ha hecho de México, qué duda cabe, la Meca de la representación histriónica y del esperpento.
El Poder pretende seguir imponiendo un discurso que se desmorona porque el país mismo se desmorona. Y ya nadie cree en tal discurso pues prefiere ver el partido de futbol que le ofrece el monopolio televisivo portavoz de aquel Poder o porque su atención está puesta en programas de entretenimiento, en videojuegos, en telenovelas o, sencilla y amargamente, en la más elemental supervivencia. Éste es el drama de cada día en México y sucede mientras las inmensas mayorías tratan de solventar lo que, en la cúpula, una élite despilfarra o atesora a manos llenas.
Caen unos funcionarios, llegan otros. Mientras les dura el gusto, todos danzan el mambo de un supuesto poder ilimitado. Éste/a es favorito/a, luego ya no lo es. Aquél/aquella se convierte en el/la nuevo/a favorito/a y pone a bailar a todo el mundo a su propio ritmo, que marca tronando los dedos a sus subalternos y a los de más abajo. Lo mismo de siempre: qué mareo sobre un trocito de confeti, y sólo por un tiempo. Pero eso sí: ahora las cosas se hacen de este modo porque yo lo digo y porque soy amigo/a del Príncipe o de alguien muy cercano al Príncipe, ¿entienden o se los explico con manzanas?
Todos fingimos creer en la ilusión de que México es un país que se sustenta en un gobierno republicano y democrático, pero en el fondo padecemos una suerte de síndrome de la monarquía. ¿O debiera decir de la dictadura (o de la dictablanda, como dijo Vargas Llosa)? Somos de una grotesca puerilidad: basta, por ejemplo, con instalarnos ante el volante de un automóvil para sentirnos omnipotentes y mentar madres a cuanto conciudadano se nos atraviesa en el camino. ¡Órale, pinche indígena, muévete!, ladramos ante alguien tan autóctono como nosotros. Ninguna diferencia entre la loca que insulta a otra gritándole, iracunda: ¡Pinche joto de mierda!. De ese tamaño es nuestra complejidad (¿y complejo de inferioridad?).
Todo nos revela: nuestras acciones, como nuestras palabras, son la instantánea hiperrealista de una personalidad aún informe. ¿Quién puede asegurar que muchos de los hallazgos que Octavio Paz consigna en su Laberinto de la soledad son anacrónicos? Las utopías también parecen anacrónicas y ahí esperan todavía y seguimos soñando con ellas.
Pero estaba en la llamada reforma educativa, que tantas y tan justificadas discusiones ha provocado durante los últimos años Había empezado por ahí porque hace unos días volví a enfrentarme con el extraordinario drama de Calderón de la Barca -La vida es sueño- y era de éste del que pretendía escribir; de éste y de su relación con la escalofriante actualidad mexicana. Pero los nexos son bastante tangenciales porque, como he dicho, de educativa esta reforma no tiene más que el nombre.
¿Para qué citar algún fragmento calderoniano en que la educación es el tema del discurso? ¿Para qué hablar de Clotaldo como el preceptor del joven príncipe, o del rey Basilio, quien encerró a Segismundo en una torre porque sus estudios astrológicos le enseñaron que un día su heredero habría de derrocarlo? ¿Qué caso tiene comentar los efectos de una educación errática y establecer correlatos entre educación, destino, libre albedrío y arbitrio cuando en este país todo está en juego, salvo la verdadera calidad educativa, la honestidad y otras prendas axiológicas que no parecen sino desechados envases de refresco, errantes entre los pies de los transeúntes?
Hubiera sido el momento ideal para citar obras como Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, de Goethe; Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais; La nueva Eloísa, de Rousseau; El conde de Montecristo, de Dumas; Corazón, de D´Amicis, y muchas otras. También para comentar, de pasada al menos, la noción alemana de bildungsroman o novela de formación, representada en obras como Las tribulaciones del estudiante de Törless, de Musil; Demian, de Hesse; Elsinore, de nuestro Salvador Elizondo, entre otras.
¿México sería diferente si nuestros políticos y funcionarios leyesen un poco? Es posible. ¿Por qué no atenderán, ellos mismos, el mensaje de las campañas de fomento a la lectura que emprenden con tanto denuedo? Me refiero a los funcionarios de todos los niveles y ámbitos, no sólo a los educativos. Pero si éstos se tomaran la molestia de leer un poco y de conocer de cerca los problemas que enfrentan los maestros auténticos en este país, otra casa sería la nuestra; y no andarían por ahí tronando los dedos a sus subalternos ni pertrechándose en lindas oficinas. Lo que ellos consideran poder no es sino un servicio que prestan temporalmente a la sociedad: así deben y debemos entenderlo en este gran teatro del mundo mexicano, para terminar con palabras de Calderón.