El retrato y el original
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Catón Cronista de la Ciudad
Por estos días el novenario del Santo Cristo de la Capilla congrega la devoción de los saltillenses.
También suscita memorias. Ayer que escribí estas líneas estuve recordando a don Artemio de Valle Arizpe, cronista inolvidable que fue de la que fue Muy Noble y Leal Ciudad de México antes de que ésta se convirtiera en la enorme urbe que ahora es.
Don Artemio sentía gran devoción por Cristo en la cruz. La imagen de Jesús crucificado ejercía sobre él una atracción particular. En muchos de sus relatos aparece la mención de Cristo en el Calvario como recordatorio del gran misterio de su sacrificio. Oí decir una vez que lo más caro del mundo es nuestra redención, pues fue pagada con sangre de un dios.
Notable era la colección de Cristos de don Artemio. De muchas clases los tenía: preciosos Cristos españoles semejantes a los labrados por el Maestro Mateo, valenciano; desgarrados Cristos que hacían los indios tlaxcaltecas de caña de maíz; Cristos ebúrneos de Manila, de cuerpo curvo tallado en un colmillo de elefante
Ansia febril llenaba a don Artemio cuando sabía de un Cristo que podía añadir a su vasta colección. No descansaba hasta conseguirlo: arrostraba mil y mil dificultades; vencía todos los obstáculos; iba y venía sin descanso hasta gozar la inefable satisfacción de ver entre sus Cristos al nuevo que adquiría. Tiempo y caudal gastaba don Artemio en aquella tarea inacabable.
No era rico el Cronista, sin embargo, y por mucho que fuera el celo que ponía en aumentar su colección, mayor debía ser el que aplicaba al cuidado de sus exiguos ingresos de escritor. Menester era atender al sustento cotidiano. Así pues, se había hecho don Artemio un hábil comprador que conocía el alfa y el omega del arte sutil de regatear.
Cuando trataba con el vendedor sacaba mil argumentos contundentes para bajar el precio; fingía indiferencia; descubría con ojos aquilinos las tachas y defectos del objeto; hacía como que se marchaba, simulando con perfección de consumado actor un gran enojo por las desorbitadas pretensiones del marchante. Parecía al final que, si compraba el Cristo, don Artemio había hecho favor enorme al vendedor al librarlo de aquella cosa que no valía nada.
De uno de esos regateos tuve noticia yo, que, afortunado, traté bastante a don Artemio en los años finales de su vida.
Supo que un mercader de antigüedades, judío por más señas, había recibido un Cristo hermoso, de serena belleza sin igual. Fue a verlo don Artemio, y tuvo que hacer esfuerzos poderosos para no descubrir su emoción ante la peregrina hermosura de la imagen. Si la compraba sería la joya de su colección. Se apartó del deseado objeto, sin embargo, se puso a examinar con estudiada indiferenciaotros objetos, muebles, pinturas, naderías, y luego, como no queriendo, preguntó al comerciante cuánto costaba el Cristo aquél.
âTres mil pesos -respondió el comerciante.
â¡¿Tres mil pesos?! -clamó don Artemio dando una fuerte voz-. ¡Pero si uno de tus antepasados vendió el original en treinta monedas nada más!
Eso me hizo recordar algo que a mí me sucedió. Iba en mi coche por el bulevar Carranza. En el cruce con Echeverría hice alto cuando el semáforo se puso en rojo.
Un vendedor callejero se me acercó y me mostró una Última Cena hecha en yeso. Le pregunté cuánto costaba.
â15 pesos ârespondió.
âMuy cara âle dije.
â¿Cómo que muy cara? âexclamó el tipo-. ¡Le sale a peso cada apóstol y a 3 pesos Jesucristo!
Armando Fuentes Aguirre