El pasado que vuelve
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Cuentan que una vez hubo un congreso de genealogistas, señores especializados en todo lo que se refiere a los ancestros. En la entrada del vasto recinto donde se llevarían a cabo las sesiones los organizadores del encuentro pusieron un gran libro de páginas en blanco, igual que aquellos recios volúmenes donde antes se llevaba la contabilidad de los negocios. Junto a la mesa en que se colocó el tal libro había un letrero con la inscripción siguiente:
“El que en su casa no ha habido
un ratero, un mantenido,
una puta y un cabrón,
que escriba en este renglón”.
Más de 10 mil eran los asistentes a esa junta. El libro estuvo a disposición de todos durante los tres días del congreso. Aun así no se registró ni una inscripción. Todos habían tenido en su familia alguien perteneciente a las ilustres categorías arriba mencionadas.
La familia es muy bonita, ciertamente -ya hasta día tiene-, pero como no escoges a tus familiares debes resignarte a que entre ellos haya especímenes de todas clases. Lo más seguro es que para los demás tú también seas un espécimen incómodo.
Conocí a un pobre tipo que no sabía quién era su papá. Su señora madre lo tuvo de oído, lírico como quien dice, y guardó celosamente el secreto de la paternidad de su hijo, secreto que se llevó a la tumba. Lleno de desazón, muy afligido, el desdichado huérfano le pidió consejo a un amigo. ¿Qué haría para saber el nombre de su padre?
-Métete en política -le sugirió el sabio consejero-. No sólo sabrás quién es tu padre, sino también tu abuelo, bisabuelo y tatarabuelo hasta la sexta o séptima generación.
Sucedió que un compadre de don Adolfo Ruiz Cortines se postuló como precandidato a alcalde de un pequeño municipio veracruzano. Jamás había andado en la política este buen señor; era querido y estimado por todos en su lugar de residencia. Habló con su compadre, el Presidente, y don Adolfo lo animó en su propósito. Pero tan pronto el infeliz anunció su intención de participar en la justa electoral los otros aspirantes desataron contra él una feroz campaña; lo llenaron de calumnias, falsas acusaciones y dicterios de la más baja especie. Aquel hombre, hasta entonces querido y respetado, se convirtió de la noche a la mañana en el depositario de todos los vicios y humanas tachas que sea posible imaginar. Atribulado, fue otra con don Adolfo.
-¿Viene usted a pedirme ayuda, compadrito? -le preguntó don Adolfo.
-No, compadre -gimió el pobre infeliz-. Ya me retiré; ya juré que renuncio a la candidatura. Vengo nomás a suplicarle que vaya a mi pueblo a decirles a mis paisanos que no es cierto que yo sea puto. ¡A usted sí le van a creer!