Elogio de la lluvia
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Los últimos días he disfrutado mucho la lluvia. Ésta se ha presentado amparada bajo nubes oscuras, herencia de un rencor y resentimiento en este caso, justificado. La lluvia nos mira de reojo. Habitamos el desierto y nuestra avidez por agua es tanta y tan desbocado nuestro deseo, que sí, es del tamaño de nuestra sed. De aquí entonces la renuencia del agua de lluvia a presentarse. Cuando lo hace, su fiereza es apocalíptica. Un diluvio.
Por lo demás hay más lluvia y nubes plomizas o multicolores en los cuadros de Vicente Rojo, a toda la lluvia la cual se presenta en Saltillo todo el año. Para fortuna mía, en estos días los Dioses han sido generosos. Los últimos días he disfrutado mucho la lluvia. La he disfrutado tanto como un texto de José Emilio Pacheco donde habla con justa razón, del fracaso de los poetas: “Miseria,/ incurable miseria de la poesía:/ intentar un poema que describa/ a qué sabe el sabor del agua”. ¿Cuál es el sabor del agua de lluvia? Nadie lo sabe. Ni un poeta hoy santo, como lo fue Pacheco.
La lluvia es fuego blanco. Llueve en Saltillo en un rato, en horas, la cantidad de agua la cual no se presenta en todo el año. El agua, dice un viejo axioma local, es la única que tiene memoria en la ciudad. Vuelve a correr en sus mismos cauces, desbocada, corcel sin rienda, trota, corre desbocado en los mismos riachuelos, en las mismas avenidas, en los mismos salitres, en el mismo barro: polvos hoy, de otros años.
La lluvia es fuego blanco. La lluvia entonces, también es Dios. ¿Es una visión panteísta del mundo? No lo sé. ¡Al diablo con las definiciones! El agua de lluvia purifica, insufla vida, pero a la vez, desata toda su furia y arrastra todo a su paso. Cuando viene la lluvia, la tormenta, siempre he pensado viene por mí. Piensa cargarme en sus olas altas y despiadadas. La lluvia ácida se anima en la parda tarde. Los relámpagos retumban en la pared de mi corazón y el presagio se cumple. Inicia la tormenta.
Los pájaros lucen desconcertados. La tristeza del otoño los ha sorprendido en pleno verano; nada qué hacer contra la naturaleza, su encono y su rencor. La pertinaz lluvia ha obligado a un par de pajarillos chileros a refugiarse en el efímero y peligroso pretil de mi ventana, el cual apenas se sostiene mediante unos hilos metálicos, a punto del colapso.
Los pájaros trinan desconsolados. La lluvia no cede. Ve las ráfagas de lluvia con viento bruno y son un paisaje apocalíptico de Vicente Rojo. La lluvia penetra por todas mis ventanas, mi residencia hace agua. Resignado, inicio la posible evacuación.
Esquina-bajan
Con ráfagas huracanadas, la tormenta ha llegado para quedarse. ¿Cómo se diferencia un huracán de otro, una tormenta de otra? Este escritor no lo sabe, pero al parecer, los hombres en su afán de clasificar todo en precarios conceptos, han venido bautizando a las borrascas y todo su poder, en un afán por controlarlas y así llevar el recuento funesto de su devastación a su paso por la tierra y los mares. De aquí entonces los bautizos de fuego de huracanes y tifones con el nombre de féminas.
Desgraciadamente el par de pajarillos que trinan acongojados y acaso, palidecen de frío, no saben de nombres y sí de tormentas. No saben medir en números o categorías mundiales, la intensidad del aire obstinado y necio, el cual doblega sus frágiles alas al momento de iniciar el vuelo. Ateridos, vuelven a su refugio temporal en la ventana de mi casa, la cual mira al norte y no al sur. La inusual oscuridad del día los repliega.
Un grajo llega errabundo y cansado, al mismo y anguloso pretil habitado ya por el par de pajarillos casi lisiados a los cuales aviento un poco de alpiste y granos secos.
Asustados, primero revolotean por los proyectiles lanzados. Luego, dan un par de aleteos sin función alguna y se vuelven a instalar en el delgado equilibrio de su nido.
Comen las migajas y vuelven a trinar afligidos. El grajo engallado no los ha atemorizado. Se queda y comparten el refugio.
Letras minúsculas
Los últimos días he disfrutado mucho la lluvia y la neblina. Llueve, sólo llueve.