El discurso del odio
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Quienes nos dedicamos -de tiempo parcial o completo- al oficio más bello del mundo -según la definición de periodismo acuñada por Gabriel García Márquez- somos, por definición, defensores de la liberad de expresión. En general, asumimos una defensa a ultranza a partir de un argumento puntual: cualquier exceso en la expresión de las ideas es preferible a la censura.
Se trata, como cualquier argumento extremo, de uno preñado de peligros, pues manifestarse dispuesto a tolerar los excesos verbales, en aras de garantizar la más amplia libertad en el ejercicio de los derechos, abre la puerta a lo peor del mundo de las ideas: el discurso del odio.
La humanidad ha tenido suficientes ejemplos a lo largo de su historia como para aprender bien la lección: permitir la libre expresión de ideas tendientes a estereotipar a grupos o individuos, a partir de alguno de sus rasgos, con el propósito de excluirles de la vida colectiva, es el primer paso en un camino de consecuencias indeseables.
Por ello, diversos instrumentos internacionales, construidos a partir del consenso de las naciones democráticas del mundo, han consagrado el compromiso de los estados nacionales de diseñar y poner en práctica medidas eficaces en el propósito de atajar y, de ser necesario, castigar el exceso en el cual incurre quien promueve el discurso del odio.
A través de distintas sentencias, órganos jurisdiccionales de carácter doméstico e internacional han establecido, como uno de los límites posibles al derecho de libertad de expresión, aquellas manifestaciones tendientes a menoscabar la dignidad de grupos humanos.
Existe pues, un consenso amplio alrededor de la posición según la cual el discurso del odio constituye un elemento indeseable en la discusión pública, pues no contribuye a la construcción de sociedades auténticamente igualitarias y niega la posibilidad de considerar iguales a todos los seres humanos.
En la discusión sobre el tema, tanto la de carácter político como la de carácter académico, se ha identificado un elemento clave para determinar cuáles expresiones pueden efectivamente ubicarse dentro de la clasificación del discurso del odio: las consecuencias producidas por tal discurso e incluso la mera intención de producirlas.
No existe, es necesario decirlo, un consenso universal respecto de la fórmula idónea para ubicar la frontera entre el discurso del odio y las expresiones que, aun siendo desagradables o de mal gusto, deben ser protegidas por el derecho a la libertad de expresión. La fórmula del efecto producido por las ideas expuestas sirve bien, sin embargo, como criterio orientador en la mayoría de los casos.
Sirve bien, por ejemplo, para analizar si el discurso del precandidato presidencial estadounidense, Donald Trump, se ubica dentro del territorio protegido por la libertad de expresión o es, por el contrario, una manifestación a la cual debería ponérsele freno porque tiene la intención de menoscabar la dignidad de un grupo identificado de personas, o incluso ha producido ya tal resultado.
Me refiero, por supuesto, a los señalamientos realizados por el magnate al caracterizar a los mexicanos a partir de una serie de adjetivos según los cuales somos un conjunto de individuos depositarios de todas las conductas reprobables del género humano.
En mi opinión, las expresiones de Trump pueden -y deben- ser caracterizadas a partir de la definición del hate speech -o discurso del odio- por dos razones fundamentales:
La primera es la evidente intención de menoscabar la dignidad de nuestro pueblo alentando el surgimiento -o la acentuación- de sentimientos xenófobos hacia los mexicanos radicados en los Estados Unidos, pero también hacia quienes no vivimos allá ni tenemos intención de hacerlo.
Trump ha caracterizado a los mexicanos residentes en el vecino país como delincuentes y ha hecho tabla rasa con tal juicio, pues no ha introducido matiz alguno en su discurso. Y nos caracteriza a todos los demás en la misma dirección, al plantear como compromiso de su campaña la construcción de un muro capaz de garantizar la plena separación entre la sociedad norteamericana y la nuestra.
La segunda es la materialización de consecuencias puntuales de tal discurso, evidenciadas de forma indubitable en la expulsión -de forma violenta- del periodista Jorge Ramos de una conferencia de prensa ofrecida por el aspirante presidencial en Iowa.
Get out of my country (Vete de mi país), le dice -con evidente disgusto- un partidario de Trump al periodista luego de haber sido expulsado de la conferencia y eso retrata cómo -incluso si no se lo hubiera propuesto- Trump se ha instalado en el territorio del discurso del odio.
Por eso, no se trata ya sólo de discrepar con el señor Trump. Se trata de frenarle, de detenerle, de impedirle seguir propagando su mensaje, porque claramente ha traspuesto las fronteras de su derecho a expresarse libremente y su discurso atenta contra los valores democráticos.
¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3