El Capitán Galaz
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Tras escuchar su nombre, el testigo -un hombre mayor, totalmente blanco el escaso cabello en su cabeza y quien requiere el apoyo de un bastón y el brazo cálido de una mujer para caminar- consume pausadamente la escasa distancia entre el lugar anónimo ocupado hasta entonces y la silla ubicada detrás del escritorio con el letrero declarante.
La primera impresión que él da es de fragilidad. Una fragilidad comprensible de forma intuitiva, habida cuenta de la avanzada edad deducible de su pinta. Más adelante alguien le dirá, no los representa, al enterarse de los 88 años con los cuales anda a cuestas.
Y menos los representa al realizar su exposición. Con voz clara y utilizando frases construidas con un rigor idiomático digno de mención, el excapitán de la Fuerza Aérea Chilena relata el más amargo episodio de su larga existencia: el padecido en los albores de la dictadura encabezada por Augusto Pinochet, cuando fue sentenciado a la pena de muerte por traición.
Sus interlocutores son un público de excepción: media docena de jueces de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los representantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, un equipo de abogados representantes del Estado chileno y centenares de activistas, maestros, estudiantes y profesionistas del derecho llegados de distintas latitudes. Todos reunidos en el Centro de Convenciones de Cartagena de Indias.
La razón de la coincidencia de todos los anteriormente reunidos es la celebración del 52 período extraordinario de sesiones del más alto tribunal de las américas: la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El capitán Galaz -el testigo- está frente a la Corte como parte de un grupo de peticionarios cuyo propósito es la obtención de una sentencia en contra del Estado chileno, a fin de obligarle a reabrir los casos criminales mediante los cuales ellos fueron condenados por traición a la patria.
Su alegato es simple: fueron condenados porque confesaron los crímenes de los cuales se les acusó Pero tales confesiones deben ser tenidas por inválidas pues fueron obtenidas mediante el uso de la tortura.
La narración clara, detallada y puntual del capitán Galaz sólo se ve interrumpida porque el recuerdo de los repetidos episodios de tortura a los cuales fue sometido, entre 1973 y 1974, hacen aflorar lágrimas en sus ojos y le quiebran la voz.
Ofrece disculpas -de forma innecesaria, por supuesto- a los miembros de la Corte, se enjuga las lágrimas, apura un trago de agua, se recompone y continúa su exposición que implica un impresionante ejercicio de memoria, pues da cuenta puntual de nombres, lugares, fechas, referencias y circunstancias ocurridas cuatro décadas atrás.
En un momento incluso repasa de memoria el juramente realizado por él al ingresar a las Fuerzas Armadas de Chile, un acto solemne en cual se comprometió a defender, incluso con su vida, la Constitución y las instituciones de su país.
El dato no es nimio, como el mismo explicará: al caer el gobierno de Salvador Allende -del cual fue abierto partidario- decidió no participar en los actos del golpe de estado por convicción con sus ideales políticos y con el juramento prestado al alistarse.
Tal hecho, sin embargo, sirvió para acusarle de traición pues, de acuerdo con la dictadura, el golpe de estado constituía un estado de guerra y el recién depuesto gobierno era el enemigo, al cual había prestado servicios el capitán Galaz, razón suficiente para acusarle de traición.
El tribunal militar que le juzgó -luego de ser repetidamente torturado- le encontró culpable y le condenó a muerte. La sentencia sería después conmutada por una de 30 años de prisión aunque, a la postre, debido a distintas decisiones políticas, el capitán Galaz permanecería sólo cinco años tras las rejas.
Después vendría un exilio autoimpuesto y, casi dos décadas después del golpe de estado, la restauración de la democracia en Chile. Con ello, iniciaría una larga búsqueda, del capitán Galaz y muchos otros condenados injustamente, para revertir las sentencias judiciales que hoy mantiene sobre ellos el estigma de traidores a su patria.
Su comparecencia ante la Corte Interamericana representó el último paso en un largo y tortuoso camino por recuperar el bien más preciado que cualquier ser humano puede portar ante sus semejantes: la dignidad.
Él mismo lo diría con puntualidad, a pregunta expresa del presidente de la Corte: sólo espera del más alto tribunal de las Américas la posibilidad de acceder finalmente a la justicia, es decir, a la restauración de la honra personal.
Aristas
Mónica, Ana Karen, Rubí, Andrea, Ernesto, Leonardo, Alejandro, Arturo, Delia, Rodrigo y Lupis, varios de ellos exalumnos míos, tuvieron la oportunidad de estar presentes en los trabajos de la Corte. Espero un día tener el privilegio de asistir a una audiencia en la cual los vea actuar como defensores de los derechos humanos ante esta instancia.
¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3