El autodidacta
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El autodidacta. Curiosa criatura el autodidacta. Se tiende al sol del conocimiento, en la banca de un parque o en la silla de una biblioteca, sin presiones ni angustias. No tiene que sacar un título profesional ni mostrar en la práctica sus habilidades mentales. Su amor a los libros es del todo gratuito e impune. Y correspondido, puesto que los libros no se le niegan más que a los mentecatos. No es su propósito ganar una discusión ni divertir a los demás en una fiesta: el autodidacta suele intolerante a la compañía de los demás. Prófugo de la burocracia académica, no acepta que ésta lo convalide o le expida una licencia para leer. Tiene sus propios métodos, en los que se alían imaginación y empirismo. La exposición directa a radiación fantasmática de los anaqueles ha convertido al vagabundo en un superhombre de papel. No es que absorba por ósmosis los contenidos. Sucede más bien que los libros se leen uno al otro en un infinito rollo de papel, que sólo por razones convencionales y prácticas se corta en páginas y se cose o se pega para integrar el número de los libros. Naturalmente, el problema central del autodidacta es cómo empezar el día. Tránsfuga de la rutina, padece una peligrosa libertad. Para solucionarlo, ha desarrollado técnicas muy personales de lectura. Una de ellas se llama el azar objetivo y consiste en ponerse, a cualquier hora del día o de la noche, en manos de la casualidad y dejar que sean los propios libros quienes decidan por él, poniéndose en sus manos, cayendo en ellas, si podemos decirlo así, por su propio peso. Brillan ante sus ojos las letras del lomo, de las portadas y las portadillas, como si fueran de neón, en esa íntima penumbra que sólo conocen los lectores. (Los edificios que albergan las bibliotecas públicas fueron asignados por personas que no leen libros, sólo así se explica ese clima mortecino que reina en ellas todo el año.) ¿Acaso el orden del alfabeto, que rige la disposición de los libros en los estantes, no es completamente artificial, no fue dispuesto por puro azar? En efecto, no hay una razón orgánica, técnica, formal, algebraica o alquímica que dicte que la letra efe deba anteceder en cuatro posiciones a la jota, o que la lista termine en la zeta y no en la eñe, letra de la que goza el castellano y no el inglés, el alemán o el ruso. Si el lenguaje es una convención, la lectura es una convención a la tercera potencia. (Aunque dicho sea de paso, esa hipótesis del contrato social entre una banda de antropoides me parece más inverosímil y más artificial que la de Adán bautizando a las criaturas del paraíso.) Otra técnica es la de saturación, que consiste en abandonar un tema o un autor cuando se han frecuentado de una manera tan extensiva o intensiva, que ya se les lee sin leerlos, de tan bien que se los conoce. Aunque ésta sólo sirve de manera temporal, mientras la frecuentación de otros temas y autores permite un distanciamiento de los primeros, que así se orean y se asientan en la memoria, en la que se sumergen hasta que les llega el tiempo de un nuevo acercamiento, meses después o inclusive dentro de varios años. Esos libros se alejan como viejos amigos que han decidido emprender un largo viaje, del que ni siquiera ellos conocen el término ni saben cuándo estarán de regreso.Â