Diario de un nihilista
COMPARTIR
TEMAS
La rebelión de los peatones (again). La ciudad, cantada por Baudelaire, quien fue también su Dante, es la gran distopía que produjo la modernidad, cualquiera que sea la cosa que llamemos con este nombre. En la ciudad moderna se concretó y se sublimó todo ese proyecto enloquecido que nació el 21 de enero de 1793, con la decapitación de Luis XVI. Frente a ciudades sagradas como Jerusalén, Benarés, Teotihuacan o Roma, la ciudad laica es caótica, inhumana y monstruosa. El modelo de ciudad construida para que fuese habitadas por los dioses, por la casta sacerdotal y la aristocracia militar, se convirtió a partir del siglo 19 en un hormiguero, en una favela, en una barraca. Sólo los barrios de clase media alta, compuestos de cajas de zapatos como un infonavit caro, pueden describirse como una colmena insípida sobre las garras del proletariado aullante. El automóvil fue el último ídolo de una sociedad moderna que empezaba a ensimismarse, acorralada por las pesadillas que ella misma había construido. No sé si fue inventado como una solución desesperada para los límites de una ciudad que se iba de las manos, o como un pretexto para dejar que estos corrieran hacia el horizonte como carretes de hilo. El Diablo abrió los veneros de petróleo, como dijera nuestro López Velarde, para alimentar a ese robot vampírico, que pareciera diseñado para circular por las calles de ciudades subterráneas, bajo una permanente luz de flúor. A la vez símbolo de individualismo y democracia, no tarda en aparecer un legislador que sustituya los derechos del hombre por los derechos del automóvil (a estacionarse, a contaminar el aire, a asesinar por ganar un semáforo, a convertir barrios enteros en yonques). Se puede acudir a las casillas de votación como a los cajeros de los bancos. Las promesas de los políticos se reducen a asegurar un futuro halagüeño para los automóviles y sus choferes: gasolina barata, pasos a desnivel, puentes (¿para qué tantos puentes si está el suelo tan parejo?), pasos de caminantes, financiamientos bancarios para comprar carros del año, seguridad para transitar sin balaceras ni manifestaciones peatonales. Mezcla de sofá, clóset y alacena, el automóvil es un mueble a un tiempo extravagante y funcional, las dos metas que se había propuesto el arte moderno. Aunque surgieron para acortar distancias, como el teléfono, ahora las ciudades corren cada vez más lejos en pos del automóvil, que rebasa velocidades y fronteras. Más grande que una recámara, si creciera hasta convertirse en un carromato, le brindaría la posibilidad al urbícola posmoderno de volverse otra vez nómade. Con ello se superaría por fin el mito autodestructivo de la ciudad y se recobraría el horizonte. Vastas regiones de la Antártida y del Sahara acogerían a estos alucinados tránsfugas de las ciudades. Con un kilometraje más largo y una pantalla de computadora en el tablero, el automóvil se convertiría en el iglú de todos los climas, en un kayak terrestre, en la choza anarquista por antonomasia. Si el chofer, en una noche estrellada, bajara por unas horas a tocar el suelo, a estirar las piernas, podría sentirse otra vez un peatón, un plantígrado, un árbol que recobra el contacto con el planeta.
Hidalgos de bragueta. La madre que paría sobre una determinada piedra del municipio aragonés de Caspe, adquiría para su hijo la categoría de infanzón, una de las principales de la jerarquía de sangre y cristianía vieja en España. Asimismo, los nacidos desde principios del siglo 14 en determinados señoríos vascos, eran reconocidos como hidalgos según el Fuero de Castilla por el privilegio de hidalguía universal. El prolífico padre que engendraba en legítimo matrimonio siete hijos varones consecutivos, adquiría para sí el derecho de hidalguía (era llamado hidalgo de bragueta).