Diario de un nihilista
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El mito tlatelolca. La raíz de todo mito social es emotiva e imaginaria, inclusive onírica: ningún general, político, periodista o narcotraficante, verbigracia, se arriesgaría a internarse en el país de la sombra, como lo hicieran antaño Gilgamesh, Ulises, Eneas y Dante para traer de regreso, vivos o medio muertos como Lázaro, a los 43 estudiantes desaparecidos. Ahora bien, el único contraveneno para los mitos es el sentido común, ese que tanto hemos invocado en esta columna como raíz auténtica de la política y la democracia. Acaso Vidulfo quiera convertir a los padres de Ayotzinapa en una versión mexicana de las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo, y traerlos todavía en 2050 clamando por los hijos de los desaparecidos, pues si éstos continúan vivos naturalmente pueden reproducirse. Loable empeño, sin embargo la existencia social no se detiene, sino que abunda en proezas calladas y en cotidianas tragedias. Es por ello que, verbigracia, resulta tedioso, engorroso y estéril ver por televisión cada año las manifestaciones que conmemoran el 2 de octubre de 1968. Los niños héroes de 1847 son ejemplares pero distantes: nos preocupan más los huérfanos del narco e inclusive los ninis, que enfrentan el apocalipsis del siglo 21 con un celular en la mano, enfrascados en las redes sociales, pasatiempo que nos parece por cierto más nocivo que los estupefacientes. El episodio de Ayotzinapa, como dicen los Padres de la Patria, es sólo la punta del iceberg mediático del mar de sangre âperdonadme esta exageración mítica- en que se debate el país: ni modo de exigirle a Felipe Calderón que nos devuelva vivos los 100 mil muertos de su fenecido sexenio, que fue el sexenio de la muerte, cuando llega de visita a Saltillo para cenar con nuestro alcalde multimillonario. Respecto al tlatelolcazo, personas con las que he platicado, y que en 1968 contaban con más de 30 años de edad, me cuentan que era visible y patente que aquel movimiento, en sus orígenes y en su definición, tenía todo el aspecto de una conspiración contra Díaz Ordaz. Hábilmente, ese núcleo inicial incorporó a cantidades masivas de estudiantes de la UNAM y el Politécnico, de bachillerato y profesional, a las que usaron como escudos humanos y carne de cañón, como borregos que ellos mismos pastorearon hasta la plaza de las Tres Culturas, donde la otra mitad de conspiradores tenían listas las armas. De esta manera, la matanza de Tlatelolco adquiere el aspecto de lo que realmente fue, como la de Ayotzinapa: un caso delincuencial, cuyos responsables deberían estar en la cárcel, como lo están casi todos los de Iguala. Deja así su aire mítico, que en buena medida sirvió para garantizarle impunidad a los responsables, toda esa parafernalia psicótica, digo, del crimen de Estado, del holocausto universitario, del genocidio generacional, de la persecución de comunistas, del combate oficial a la contracultura, de la represión de los jóvenes, pues el cabello largo los hacía ver como mujercitas, y aún los hace, de la fealdad antiedípica del entonces presidente, de la extirpación del rock and roll porque el hijo del Viejo, Alfredito Díaz Ordaz, era roquero, etcétera. Al afirmar que sus hijos siguen vivos, los Padres de la Patria Ayotzinapa, así como si jilguerillo lagunero, están exculpando a los narcotraficantes que están en la cárcel, e inclusive están pidiendo tácitamente su excarcelación.
Alfredo García