Diario de un nihilista
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Sueños guajiros. Quienes hablaron en 2012 de retrasar 70 años el reloj de la historia, olvidaban que el PAN es un partido apenas 10 años menos viejo que el PRI. Durante medio siglo, y gracias a que el tricolor no les permitía ganar ni siquiera una alcaldía o una diputación local, el albiazul mantuvo una especie de autoridad moral, que provenía únicamente de criticar los excesos y los errores del PRI. Un prestigio que no emanaba siquiera de su doctrina social cristiana, en un país mayoritariamente laico, sino que era más bien de carácter negativo, privativo: el honor de un partido que no se había corrompido porque jamás había ejercido el poder. De ese modo los panistas, con su acostumbrada doble moral, predicaban con túnica impoluta la honestidad en los asuntos públicos y se despojaban de ella para continuar su cotidiana labor de explotación de millones de mexicanos, en una panoplia de negocios pequeños y grandes, que iban desde una mercería hasta una fábrica mediana, pasando por una tienda de abarrotes, un restaurancito, un salón de belleza, una escuela particular, un hospital privado, etcétera. Partido patronal, sin arraigo social, el PAN no merecía gobernar una ciudad, un estado, mucho menos la república. Es un partido sectorial, sectario que puede y debe seguir ejerciendo una crítica de carácter técnico, si se quiere, hacia el PRI y el PRD desde las cámaras industriales y de comercio, desde los escaños de los Congresos locales y desde el Congreso federal. Ni siquiera es el partido de la clase media, pues no cuenta con más de 223 mil militantes, a nivel nacional, mientras que la depauperada clase media suma todavía sus buenos 20 millones, que en su mayoría votan por el PRD y por el PRI. Hasta la fecha, los panistas sólo han conservado las gubernaturas de Baja California Norte y Guanajuato, con una constancia similar a la del PRD, que gobierna la Ciudad de México, una de las más pobladas del mundo, desde hace 17 años. El proyecto más reciente del albiazul, consistente en ganar las gubernaturas de Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas, no es más que un sueño guajiro, una pesadilla alcohólica, una distopía estadística. Hablamos de un partido sin militantes, que no desarrolla actividad política cotidiana, que vive de devorar desfachatadamente los recursos públicos que le proporcionan el instituto electoral federal y los institutos electorales estatales. Un partido que le debe sus votaciones más elevadas a las campañas negras y a otros tipos de campañas publicitarias sofisticadas, amorales y efímeras. El ejercicio del poder, por lo demás, corrompió al PAN de una manera rápida y estrepitosa, de manera que ya ni siquiera puede ofrecer la ética política como mercancía electoral. Una buena parte de sus 223 mil militantes obtuvieron empleos de nivel mediano y alto, escandalosamente bien pagados, de manera que la vocación política de ese partido se reduce a ganar o recuperar espacios de poder que significan exclusivamente sueldos y canonjías para ellos. Margarita Arellanes, alcaldesa de Monterrey, además de una bella mujer, es un personaje irreal y estrafalario, una versión femenina y aplanada de Vicente Fox âsi yo fuera regiomontano, votaría mejor por la señora que anuncia los colchones-, que en cualquier momento se le puede desvanecer de entre las manos al PAN nacional.