Diario de un nihilista
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El sentido común en política. Si decimos: El PRI gana cuando quiere haremos una afirmación trivial. En cambio, su recíproca: El PRI pierde cuando quiere resulta más inquietante, más interesante. En efecto, con su estructura partidista, con su capital de militantes, de simpatizantes, de votantes cautivos, el tricolor puede alterar cuando se le antoja el mercado electoral. Puede quebrar la bolsa de valores democráticos, si así lo desea, o imponerle nuevas reglas de juego. Todos sabemos, por ejemplo, que el año anterior el PRI no perdió la alcaldía de Saltillo, sino que únicamente permitió que Isidro López la ganara. Podemos hacer la misma afirmación a un nivel más trascendental: en el año 2000, el PRI permitió que un candidato ciudadano, Vicente Fox, obtuviera la presidencia de la República. Esta hipótesis se corrobora porque en 2006 el PAN perdió la primera magistratura frente a Andrés Manuel López Obrador y porque en 2012 el tricolor regresó tranquilamente a Los Pinos. Durante el duodecenio del caos, sólo la capacidad de gestión del PRI en el Congreso federal, así como en centenares de municipios y en la mayoría de las gubernaturas de los estados, aseguró un mínimo de gobernabilidad y permitió que la cosa pública no se fuera del todo al traste. Durante tres cuartos de siglo, hemos vivido en México no una dictadura de partido, sino lo que pudiéramos llamar una democracia de un solo partido. En efecto, la actitud del PAN y del PRD hacia al PRI ha sido siempre de velada aquiescencia, cuando no de pereza y reverencia. Durante 75 años de existencia, el albiazul jamás se ha preocupado por incrementar su nómina de militantes y de simpatizantes: guardando las proporciones, sigue siendo la misma agrupación de campanario, de botica y confesionario, con apenas 223 mil miembros en la actualidad, en un país de 112 millones de habitantes. El PRD, nacido por bipartición, a imagen y semejanza de su progenitor institucional, es más activo pero tampoco se ha propagado, a pesar de los movimientos guerrilleros y sociales que han nacido en México desde la década de 1970. De manera que más que partidos políticos, el blanquiazul y el negro amarillo son más bien vagos clubes antirreeleccionistas, asociaciones de boy scouts del presupuesto, que salen a las calles durante un mes, cada tres o cuatro años, para ventilar un poco la cosa pública y que no se diga en Estados Unidos que en este país no hay democracia. A cambio de sus servicios, reciben reconocimientos, canonjías y algunos puestos públicos. Ninguno de los dos tiene una lista sólida y estable de militantes; ninguno de estos militantes paga una cuota partidaria, como ocurre verbigracia en los sindicatos pequeños y grandes. Ninguno de esos miembros y simpatizantes sale a las calles a hacer labor partidaria cotidiana. Inclusive cuando hay alguna elección, el PAN y el PRD contratan con dinero de los institutos electorales a estudiantes universitarios y toda clase de desempleados, para que repartan paquetes de propaganda. Terminado el proceso, algunas veces ni siquiera les pagan el sueldo prometido. Así pues, el PRI cuenta con un respaldo silencioso del electorado, que lo conoce y reconoce en las boletas (el electorado indígena y analfabeta reconoce el símbolo tricolor, que ha sido pintado hasta en la última roca de este país, así como en las bardas del siglo XVI, construidas por los conquistadores españoles). Así como con la complicidad de estos partidos que por pura ceremonia, por un atávico ritual, cada tres o cuatro años, acusan al tricolor de autoritario y de corrupto.