Democracia y crimen organizado
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Benito Nacif
La desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, tras los hechos violentos que dejaron seis personas muertas y 20 heridos en Iguala, Guerrero, ha sacudido a la opinión pública, nacional e internacionales. La tragedia ha puesto en evidencia el daño causado por el cáncer del crimen organizado: la violencia y la barbarie que prevalecen en aquellas comunidades donde las instituciones del Estado mexicano son más endebles.
A la tragedia ha sobrevenido el escándalo político. La PGR ha revelado la existencia de vínculos entre Guerreros Unidos, una de las bandas criminales directamente involucradas en el secuestro y los asesinatos, y el presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca. Según la información difundida, la esposa de Abarca y primera dama de Iguala, María de los Ángeles Pineda Villa, era el enlace directo entre el alcalde y el grupo criminal.
El escándalo ha provocado la renuncia de Ángel Aguirre, el gobernador que los guerrerenses eligieron hace poco más de cuatro años, y su sustitución por un gobernador nombrado por la legislatura de Guerrero. El escándalo también ha tocado al partido que postuló a Abarca como candidato a la presidencia municipal de Iguala y en el que su esposa también militaba, el PRD. Pineda Villa obtuvo el cargo de consejera estatal del Partido de la Revolución Democrática en Guerrero y se perfilaba como aspirante a un cargo de elección popular. Algunos detenidos, presuntamente integrantes de Guerreros Unidos, han declarado que no sólo entregaban dinero a las autoridades municipales a cambio de protección, sino también hacían aportaciones en efectivo a las campañas electorales.
Y al escándalo político sigue ahora el debate sobre lo que puede hacerse para impedir que el crimen organizado corrompa nuestras instituciones democráticas. Se han hecho al menos dos propuestas que conviene comentar porque, aunque en apariencia pertinentes, tras una reflexión cuidadosa resultan peligrosas o imprácticas.
Se ha sugerido que los órganos de inteligencia como el CISEN entreguen a las autoridades electorales información de aspirantes a cargos de elección con el fin de negarles el registro como precandidatos o candidatos a quienes tengan vínculos con el crimen organizado. Una medida como ésta difícilmente tiene cabida en un régimen constitucional de derecho. Votar y ser votado es un derecho fundamental de todo ciudadano, que no puede restringirse arbitrariamente a partir de indicios. Se requieren pruebas. Y cuando las hay, corresponde al ministerio público solicitar la orden de aprehensión a un juez. Y una vez que el juez otorga la orden de aprehensión, entonces se suspenden sus derechos políticos. La suspensión de derechos políticos sin debido proceso no sólo atenta contra nuestra constitución, sino también viola los tratados internacionales firmados por México.
Una segunda propuesta plantea que el INE blinde las elecciones del dinero del crimen organizado. Se sugiere que el mediante la fiscalización de los recursos que van a las campañas se detecte e impida el financiamiento de grupos criminales a candidatos y partidos. Aquí hay una concepción equivocada de los objetivos y alcances de la fiscalización en materia electoral. Su propósito es vigilar la equidad de la contienda: que ningún partido, precandidato o candidato gaste más de lo que la ley permite ni que reciban recursos que la ley prohíbe.
Pero el INE no tiene instrumentos ni atribuciones para identificar grupos criminales y vigilar que se abstengan de financiar campañas electorales. Este es un trabajo de las autoridades encargadas de la procuración de justicia y seguridad pública. El INE no puede convertirse en una especie de policía democrática, pero sí debe asistir y colaborar con la policía para proteger las instituciones democráticas.